Año publicación: 2002
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El poeta Rilke, en “El libro de la pobreza y de la muerte” empieza señalando que muchos no saben morir, que no llegan a madurar y a elaborar su propia muerte, por lo que su vida les es arrebatada desde fuera, muriendo de una muerte en serie, que nada tiene que ver con ellos. Mientras que el anonimato y la banalidad convierten en horrorosa la muerte ajena, la muerte propia se constituye como el objetivo de toda la vida, que se tensa como un arco hacia ese momento de máxima intensidad vital que es la muerte propia.
La tesis del poeta es “vivir la propia muerte” como posibilidad humana de ser sí mismo hasta el final. Rilke explica también por qué nos es dada la posibilidad de morir nuestra muerte propia. Justo porque hay en nosotros algo eterno, nuestra muerte no es similar a la animal…. Exactamente en la medida en que hay algo de eternidad en nosotros, podemos elaborar y trabajar nuestra propia muerte, lo que nos distingue radicalmente del resto de los animales. Pero ocurre que no sabemos hacerlo y que traicionamos nuestra más alta vocación, de manera que nuestra muerte no llega a vivirse siempre dignamente. Como tenemos demasiado miedo al dolor y al sufrimiento, nos empeñamos en vivir la vida sin anticipar su final, en vivir ciega y estúpidamente, como si fuéramos inmortales; y como no llegamos a madurar nuestra propia muerte, parimos en su lugar un aborto ciego, una muerte inconsciente de sí.[1]
Ha sido Tolstoi en “La muerte de Iván Ilich” el que ha formulado con absoluta nitidez tanto en qué consiste la diferencia entre la muerte propia y la ajena, como cuál es la causa de tal distinción. Que todos los hombres son mortales explica el fallecer anónimo del otro, pero no el mío, o el de la persona amada.
En el momento en que Iván Ilich experimenta la comprensibilidad de la muerte propia, la más profunda soledad y angustia ante ella, es torturado por la mentira sistemática ante su estado. “Le torturaba aquel embuste, le atormentaba que no quisieran reconocer lo que todos sabían y sabía él mismo, y en vez de ello deseaban mentirle acerca de lo terrible de la situación en que él se hallaba y querían obligarle a que él mismo participara en aquella mentira”. “La mentira, –continúa Tolstoi concentrando toda la tesis de su novela en una sola frase- esa mentira de que era objeto en vísperas de su muerte, una mentira que debía reducir el acto solemne y terrible de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era algo atroz para Iván Ilich”[2]. Pretenden reducir su muerte al nivel de una contrariedad, de una “inconveniencia”, de una falta de decoro. Cuando necesita más que nunca ser comprendido y consolado, mimado, sólo el joven Guerásim es capaz de entenderle y aliviarle, permitiéndole así compartir los sentimientos propios del duelo anticipado.
“El dolor del duelo forma parte de la vida exactamente igual que la alegría del amor; es, quizá, el precio que pagamos por el amor, el coste de la implicación recíproca”.[3] El papel del duelo consiste en recuperar la energía emotiva invertida en el objeto perdido para reinvertirla en nuevos apegos, como indica Freud.[4]
Morir y separarse como acto biográficoAcompañar a vivir el duelo supone considerar la muerte como el fin de una biografía humana reconociendo lo específicamente humano que hay en la vivencia de la separación. Porque la muerte reconocida únicamente como el fin de una biología da paso a la deshumanización y a la despersonalización en la elaboración de la pérdida.
Morir puede ser triste, pero morir los unos para los otros antes de morir es mucho más triste. Caminar juntos sin comprender el dolor ajeno por las separaciones es caminar solo, es muerte. Y esto es lo que sucede cuando tanto las palabras como el silencio imponen su lado trágico. Queriendo evitar el drama de la verdad, caemos a veces en la soledad y el abandono a quien elabora su duelo.
El silencio, que puede ser un saludable correctivo a la retórica banalizante de las palabras y pudiera ofrecer quizá el consuelo que viene de la muda solidaridad, puede revelar también sólo un vacío de palabras poco elocuente.
Morir y separarse como acto biográficoAcompañar a vivir el duelo supone considerar la muerte como el fin de una biografía humana reconociendo lo específicamente humano que hay en la vivencia de la separación. Porque la muerte reconocida únicamente como el fin de una biología da paso a la deshumanización y a la despersonalización en la elaboración de la pérdida.
Morir puede ser triste, pero morir los unos para los otros antes de morir es mucho más triste. Caminar juntos sin comprender el dolor ajeno por las separaciones es caminar solo, es muerte. Y esto es lo que sucede cuando tanto las palabras como el silencio imponen su lado trágico. Queriendo evitar el drama de la verdad, caemos a veces en la soledad y el abandono a quien elabora su duelo.
El silencio, que puede ser un saludable correctivo a la retórica banalizante de las palabras y pudiera ofrecer quizá el consuelo que viene de la muda solidaridad, puede revelar también sólo un vacío de palabras poco elocuente.
[1] J.V. Arregui, El horror de morir, Tibidabo, Barcelona 1992, p. 150.
[2] L. Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, Salvat, Estella 1970, p.62
[3] Parkes C.M., Il lutto: studi sul cordoglio negli adulti, Feltrinelli, Milán, 1980, p. 18.
[4][4] Cfr. Freud S., Duelo y melancolía, en “Obras completas” VII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1983.
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