El futuro de los cuidados está también en manos de nuestro potencial de ternura. Nos hacemos y vivimos en función de la interdependencia y de los mimos de los que somos capaces, esos que expresan una ternura blanda, no blandengue ni infantilizante. La ternura no le pertenece solo a la esfera de lo privado, ni se agota en eventuales cariños en forma de carantonias, sino que se expresa también en el espacio público, abiertamente, en la gestión de los lugares, en el uso de la palabra, en las miradas, en el diseño de la tecnología y su aplicación, en la promoción de la intimidad, en la acogida entrañable de la legítima rareza de cada quien.
Las profesiones de cuidado son la ternura de los pueblos. La ternura no debilita a quien la despliega, sino que empodera a uno y otro, porque genera seguridad y respeto a quien se dirige y muestra madurez en quien la dispensa. Las caricias, como expresión de la ternura –las físicas y las psicológicas-, son tan necesarias para la vida de las personas como las hojas para los árboles. Sin caricias, las profesiones de cuidado mueren por las raíces. Se convertirían en veterinaria de cuerpos humanos. Lo tierno vence a la rigidez. El cuidado tierno es lo más opuesto a los malos tratos –físicos, verbales, por omisión, por restricción-.
La ternura es lo más opuesto a la guerra.
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