Parecería que mudos es peor. Al enfermar necesitamos expresarnos, contar, poner nombre no solo a los síntomas, para que alguien nos ayude a bautizar la enfermedad, a diagnosticarla, con esperanzas de identificar un tratamiento eficaz y curarnos. Necesitamos también empoderarnos, además de con los nombres, con la narrativa de las emociones, de la subjetividad, de los significados, metáforas y sentimientos que nos atraviesan, racional o irracionalmente.
Ayudar humanizadamente al enfermo, pasa también por acompañar en la narrativa. No sirven mucho para esto los formularios a responder, los aplicativos de los profesionales, para hacer los seguimientos. Sirven los ojos que reconocen, las orejas que escuchan, los tímidos labios que pronuncian alguna pobre palabra compasiva, las manos que respetuosamente contactan o acarician, los gestos que muestran la posible empatía racional y emocional de los sanadores heridos que salen al paso de la fragilidad humana del prójimo.
Hagamos el camino de vuelta a la retórica, a la palabra que sana, que empodera, que genera confianza. Construyamos alianzas terapéuticas entre adultos; ni viejos paternalistas ni modernas proclamaciones de autonomía no relacional. Alianza terapéutica que se apoya en la confianza generada, en la adultez de unos y otros, en el respeto de la diferencia, en la humildad propia de los profesionales de la salud sanos, equilibrados, maduros, humanizados.
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