Año publicación: 2004
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“Es que la familia molesta más que el enfermo”; “yo no estoy para ellos, sino para el enfermo”,”es mejor que no vengan, porque dan más guerra que ayudar”… son algunas de las frases que se pueden escuchar en profesionales de la salud. Las pronuncian cuando encuentran a familiares de enfermos que presentan reacciones de las que se podría decir: “parece mentira que no lo vean”, que no se den cuenta de que así no ayudan al enfermo.
Es cierto que los profesionales de la salud hacen bien al centrar su atención especialmente en las necesidades de los pacientes, tanto en el ámbito hospitalario como en atención primaria. Sin embargo, los problemas vividos por la familia han de ser también objeto de atención. Más aún, atendiendo a la familia, a veces con muy poquito tiempo, se puede conseguir una mejor evolución del enfermo o la prevención de otros males.
Valor educativo de los profesionalesDe todos es sabido que no basta con diagnosticar bien y pautar un buen tratamiento. Mucho del valor terapéutico de la intervención sanitaria depende de la capacidad de los profesionales de provocar la adherencia a las indicaciones preventivas y terapéuticas. Y provocar la adherencia, en ocasiones, no es sólo cosa de “respuesta del paciente”, sino del grupo familiar o del cuidador principal.
En efecto, cuando los agentes de salud son conscientes de la riqueza del valor humanizador intrínseco de su profesión, no se contentan con poner en el universo de su atención a los pacientes, sino que se alían con los familiares antes que verlos como enemigos o como una dificultad para cuidar y curar. Es claro que enseñar a un hombre o a una mujer a cuidar a su pareja, a ponerle la camisa de una determinada manera, a facilitarle la deambulación apropiadamente, a mantener un estilo relacional saludable, contribuye a la buena evolución del mismo paciente. Más aún, provoca más satisfacción en el mismo profesional no sólo al ver los resultados, sino al generar “comunidad terapéutica” con enfermos y familiares.
No faltan dificultades, ciertamente. Reclamar esta responsabilidad de los familiares lleva implícito el reclamo también de la responsabilidad de toda la población en el cuidado de la propia salud y la de sus seres queridos. Lleva implícito también el reclamo de un estilo relacional hacia los profesionales de la salud de sana complicidad, no de amenaza, suspicacia o desproporcionada exigencia. A veces da la impresión de que como familiares nos comportamos ante los profesionales de la salud en este tono, en lugar de hacernos aliados del proceso terapéutico.
Hay dinámicas entre familia y paciente que merecen una atención particular y un tratamiento adecuado. A primera vista, si las explicamos a los que las viven, pueden reaccionar diciendo “yo no lo veo”, pero también éste puede ser un mecanismo de defensa a desmontar. Presentamos algunas de estas dinámicas que reclaman un sano acompañamiento.
Conspiración de silencioLa conocida conspiración de silencio, es esa situación que se produce en torno al enfermo terminal que lleva a enfermo y familia a relacionarse “como si ninguno supiera nada”, cuando en realidad todos saben la gravedad de la situación. La motivación suele ser la de no hacerse sufrir recíprocamente, pero las consecuencias son la imposibilidad de entablar una relación basada en la transparencia, la naturalidad y la autenticidad.
Se arguye que son “mentiras piadosas”, cuando en realidad la que ha de ser piadosa es la verdad, la verdad que enfermo y familia sean capaces de ir asimilando progresivamente, integrando en su modo de relacionarse. Si las relaciones no se basan en la verdad, las personas se anulan en vida, se dan “muerte social”, aunque se respeten la vida biológica.
Un reto para los agentes de salud es, sin duda, acompañar mediante la escucha y la prudente confrontación, a la resolución de la conspiración de silencio. Se quedarán cosas sin decir en caso de que no se resuelva, cosas que harán más daño que el dolor que produce la verdad.
El síndrome del hijo de BilbaoOtra dinámica que merece ser señalada y comprendida y que se produce también en torno al enfermo terminal es el conocido en la literatura como el “síndrome del hijo de Bilbao”. Consiste en la reacción emocional y comportamental de un familiar (habitualmente hijo/a) que vive en otra ciudad y que acude al final de la vida, que no suele participar de los cuidados del ser querido y que, a la vista del familiar moribundo reacciona con dificultad en la aceptación de la muerte, con exigencias y órdenes para resolver a su manera “lo que otros no han podido”, culpabilizando a los cuidadores y al equipo de la situación.
“Pero cómo le tenéis así”, “¿por qué no le habéis llevado al hospital?”, “hay que ponerle oxígeno”, o cualquier otra expresión, normalmente dirigida hacia los cuidadores principales y habituales, puede ser el modo como el familiar que viene de fuera drene su angustia.
En efecto, se trata de comprender que más que una acusación hacia los familiares cuidadores (que ellos percibirían en todo caso injusta), es un modo como el familiar que no ha vivido el día a día de las progresivas pérdidas y empeoramientos del enfermo, desahoga su angustia y su rabia al verle. Como contra la enfermedad y la proximidad de la muerte o los síntomas desagradables no se puede reaccionar, se reacciona proyectando la rabia contra los cuidadores.
También los agentes de salud han de ser conocedores de esta dinámica para no aliarse con estrategias moralizantes con quienes la viven, sino acompañarles en su reacción que, en el fondo, es normal.
La codependenciaUno de los posibles problemas que pueden encontrar las personas que cuidan a pacientes, especialmente si son crónicos, como por ejemplo los enfermos de Alzheimer u otras demencias, así como las personas que cuidan a otros con alto grado de dependencia o discapacidad es lo que se conoce como codependencia.
El cuidador de la persona dependiente tiene el riesgo de terminar dependiendo del dependiente, es decir, de necesitar de la persona ayudada para sentirse bien, en lugar de al revés. Cuando un cuidador –esposo/a, hijo/a o cualquier relación que exista- dice que la persona a la que cuida no puede estar ningún momento sin él o ella, cabe la sospecha de si no es al revés; si no es que el cuidador ha puesto tanto de su sentido en el cuidado que si no cuida se queda vacío de sentido y sin saber qué hacer o cómo manejar la culpa que le generaría.
Algunos indicadores de la codependencia son el creerse indispensable, el no estar dispuesto a delegar algunos cuidados, el no fiarse de otros cuidadores, la no aceptación de los límites propios y del otro; la no comprensión de que es normal cansarse y hartarse de manejar situaciones difíciles; el no aceptar a otros cuidadores que puedan hacer algunas horas o algunos días para descansar y airearse, el poner todo el sentido de la vida en el cuidado o asegurar que tiene que estar las “24 horas” del día y que ningún otro podría hacer lo que hace él.
Ayudar a manejar este fenómeno habría de estar entre los objetivos de los agentes de salud para con los familiares. Enseñar a delegar, a dejar a otros participar en los cuidados, invitar a ventilar las emociones con libertad, a aceptar la propia impotencia y rabia, son algunas pistas ayudar a quien nos puede decir “pues yo no lo veo”, pero en el fondo, es víctima de tal mecanismo.
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