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Luz para el ciego

Ver es un gran regalo de la naturaleza: distinguir formas, colores, distancias; poder focalizar, prestar atención. Quien está ciego tiene un límite, claramente.

Pero ¡quién sabe! ¡Quién sabe lo que se ve con los ojos del corazón! O quién sabe lo que nos puede ayudar a ver un ciego.

Había una vez, se dice que hace mucho y en Oriente, un hombre que caminaba por las calles oscuras llevando una lámpara de aceite encendida. La ciudad era muy oscura y en las noches sin luna, no se veía nada. En algún momento, el ciego caminaba con una lámpara en la mano y a su paso, le preguntaron: “¿Qué haces tú, ciego, con una lámpara en la mano, si tú no ves?” A lo que contestó: “Yo no llevo la lámpara para ver mi camino. Conozco las calles oscuras de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mí”.

Ser luz para que los otros vean, es un programa de vida. Lograr correr las cortinas de humo, quitar las vendas que impiden comprender la realidad desnuda, en su verdad, es un compromiso que también tiene quien, por algún motivo, no tiene luz para sí mismo. Confrontar es un deber, incluso desde la necesidad de hacer verdad en uno mismo.

 

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