Año publicación: 2009
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En un taller impartido recientemente, utilicé un diálogo entre un profesional de la salud y un paciente. Este, un señor de cincuenta años, se encontraba al final de la vida, en una unidad de cuidados paliativos, le decía al profesional: “yo lo veo muy mal, me huelo lo peor, usted ya sabe a lo que me refiero, que sea lo que Dios quiera; el destino me ha jugado esta mala pasada”. Y ninguno de los participantes en el seminario aceptaba que este hombre estaba hablando de la muerte, ni quería entrar directamente al tema.
Confieso que me cuesta aceptarlo. Era un grupo de quince personas, que ya habían hecho su carrera de cinco años, que estaban interviniendo con enfermos al final de la vida y, después de escuchar el ejemplo que yo les ponía, se resistían a captar en esas palabras, el miedo a la muerte.
Miedo a escucharSi hablar es una necesidad que tenemos los seres humanos, escuchar es un arte. Se puede aprender, aunque no es fácil. Churchill decía que si para levantarse y hablar se necesita valor, también se necesita para sentarse y escuchar. Y creo que no le falta razón. Sentarse y escuchar comporta el esfuerzo por comprender la experiencia ajena, con sus categorías, con sus cogniciones, con sus vibraciones emocionales concretas. Y a esto, quizás nos han educado menos que a quedar bien utilizando de manera brillante la palabra.
Escuchar es de sabios. Popularmente se entiende que es algo pasivo, que se reduce al mero ejercicio de oír y ser capaz de entender lo que el otro dice. En cambio, el difícil arte de escuchar comporta una madurez personal relacionada con la humildad, con el silencio interior, con el autocontrol emocional, con la gestión del sentimiento de impotencia y con la libertad de encontrarse ante la verdad ajena, dispuesto a darle un espacio en uno mismo.
Yo percibo mucho miedo a la verdad. Mucho miedo a escuchar en los espacios de sufrimiento. Quizás porque escuchar es muy comprometido, quizás porque, como decía Paul Tillich, escuchar es el primer deber del amor y entonces hablamos de cosas serias, no de simples técnicas de comunicación. Y cuando desplegamos este arte en el mundo del sufrimiento, nos encontramos con mucha información que no resulta cómoda. No es cómodo encontrarse con el miedo a la muerte; no lo es encontrarse con los sentimientos que producen displacer; no lo es cuando no tenemos respuestas concretas, recursos materiales para aliviar la complejidad de la vida del otro. No, no es fácil. Es un arte, un arte preciso, muy preciado, muy deseado, con el que disfrutamos cuando hacemos experiencia de él, tanto de escuchar como de ser escuchados.
El miedo a la escucha es el miedo a la verdad. Es el miedo a la verdad de la propia limitación, es el miedo a la vulnerabilidad. Con mucha facilidad, en las relaciones en salud, jugamos a las mentiras. Pretendemos y justificamos como mentiras piadosas lo que son huidas del encuentro genuino y auténtico entre dos seres humanos limitados. Justificamos la mentira piadosa bajo pretexto de hacer el bien cuando en realidad nos escondemos detrás de nuestra incapacidad de mirar a la cara a la verdad, que nos haría libres, sencillos, acogedores, compañeros de camino. Es apariencia de caridad lo que se esconde bajo el hedonismo relacional, la comodidad del compromiso superficial.
Un radar muy particularLa palabra radar es derivada del acrónimo inglés (Radio Detection And Ranging) y es un sistema que detecta y mide las distancias por radio. Utiliza ondas electromagnéticas para medir distancias, altitudes, direcciones, velocidades de objetos, etc. Y ¿quién no le teme en la carretera, si circula a velocidad superior a la permitida?
El radar emocional es el despliegue de nuestro sistema de detección del mundo de los sentimientos y significados que están detrás de las palabras y la comunicación no verbal de quien se relaciona con nosotros. Quien lo activa, gasta mucha energía, se compromete con la vida ajena, pero a la vez, adquiere mucho poder sobre ella. Es el poder de la comprensión, del alivio, de la posibilidad de generar intimidad emocional, comprensión del corazón. Quien está despierto en el escenario de las relaciones de ayuda, tiene la gran posibilidad de acercarse a la fascinación de lo distinto, del corazón del ser humano y mostrar que es detectado el particular palpitar, es registrado y fotografiado y devuelto con la delicadeza de quien toca terreno sagrado.
El núcleo duro de la comunicación, de las relaciones en medio del sufrimiento, de las relaciones que quieren ser de ayuda, es el mundo de las “habilidades blandas”, donde la palma se la lleva este arte de escuchar, de entrar en el mundo del otro. Escuchar o no escuchar no es para nada banal en el ejercicio de la medicina, enfermería, trabajo social, asistencia espiritual, psicología... Escuchar o no escuchar: esa es la cuestión. Radar emocional encendido o apagado: esa es la cuestión. Comprender o no comprender: esa es la cuestión. Entrar en la verdad o salir huyendo: esa es la cuestión.
Sí, hay gente que, en vez de escuchar lo que le están diciendo a él, está escuchando ya lo que él va a decir. No sabe guardar silencio interior, acallar las voces interiores que piden derecho de ciudadanía en la relación. Y bien sabemos que “el que callar no puede, hablar no sabe”.
Y escuchar es ese fabuloso arte de acoger lo que el otro dice, lo que no dice, lo que le hace decir lo que dice y lo que le hace no decir lo que no dice. Eso es escuchar.
Saber escuchar y dejar hablar a los demás correctamente es un claro síntoma de madurez mental, intelectual y afectiva. Solo aquel que está preparado para ello sabe aceptar a los demás, incluso sus prejuicios, exageraciones y otras cosas que mucha gente no toleraría.
Aprender a escucharEl arte de escuchar se puede aprender. Quizás hay hasta motivos para sorprenderse de cuando la escucha tiene lugar hoy. En la economía de las transacciones personales, la escucha es la más preciada y compleja de todas. Hay cada vez más iniciativas para enseñar a escuchar. Son todavía pocos los que frecuentan másters en counselling o talleres sobre escucha activa. Y, digámoslo también, algunos de ellos son superficiales experiencias que no reclaman lo esencial: aprender a hacer silencio interior, disponerse a encontrarse con el corazón ajeno, entrar en el mundo de la vulnerabilidad, desaprender las tendencias espontáneas de anestesia o deseo de alivio del malestar.
Es cierto que escuchar tiene un precio. No sólo el crematístico, sino también un precio personal. Por eso hablamos de la fatiga de la compasión, del riesgo del burn-out, como hablamos también de la respuesta silenciadora de quien ya no absorbe más por saturación. Por eso al aprender a escuchar, procede aprender también a regular el grado de implicación emocional con el sufrimiento ajeno.
Nunca un arte podrá reducirse a un conjunto de técnicas que nos hagan salir del paso ante la complejidad del encuentro interpersonal. Nunca la escucha será una mera habilidad social rutinaria, como quien registra en una grabadora y es capaz de mostrar que ha almacenado los sonidos. No. El arte habrá de encarnarse en cada uno, como se encarna el diálogo en El Quijote, con una originalidad inusitada, generando un nuevo modelo de conversación. Será siempre la creatividad la inspiradora del calificativo “activa” con el que nos referimos frecuentemente a la escucha.
Baltasar Gracián decía que “no hay peor sordo que el que no puede oír; pero hay otro peor, aquél que por una oreja le entra y por otra se le va”.
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