El líder sano y bueno es también bello. Con su voz, con su tiembre, con su pasión y convicción genera certeza, persuade, inspira seguridad, promueve transparencia. El líder noble es asertivo, sueña con posibles inéditos, se conmueve por la miseria y la violencia. El líder sano despliega ternura en su hacer y en su mirada. Si alza la voz, es respetuoso, incisivo, no violento. La voz proporciona al que tiene el poder o puede tenerlo, una particular autoridad. Es el poder de la palabra que refuerza, confronta, levanta, mueve corazones, mentes y cerebros, para sostener a los heridos y atraer a la pasión por el bien.
El líder bueno es bello porque es prudente y porque la ética se convierte en atractivo estético. El líder bueno es capaz de hacer salir de los terenos falsos, de las tierras movedizas, de las dinámicas de falsedad y eventualmente autoreferenciales.
Se necesitan líderes buenos y bellos para humanizar las organizaciones en todos los ámbitos de gestión: en el mundo, en la iglesia, en el norte y en el sur. Líderes que iluminen, líderes humanos que crean en la humanización de todos los espacios y dinámicas.
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