Cada vez son más fuertes las tesis de que el humor es saludable porque relaja los músculos, estimula la segregación de sustancias opioides endógenas (endorfinas), cuyo efecto sedante reduce la sensación dolorosa. Los impulsos que transmiten las señales a la médula espinal y la envían al cerebro, en el que también el sistema límbico –donde se da cita el componente emocional- influye en la comunicación hasta el córtex.
El sentido negativo dado a los estímulos que hacen daño y a las experiencias de malestar, son filtrados, como es obvio, por el estado emocional. No se trata de una indicación voluntarista para promover el buen ánimo, sino una afirmación de lo interconectado que está el ser humano en todas sus dimensiones. Si se tratara solo de una cuestión dependiente de la voluntad, explicaríamos la ansiedad o la depresión como resultante de falta de virtud, y caeríamos en un esquema interpretativo veterotestamentario. El mal humor, en el fondo, quizás sea lo que llamamos sufrimiento.
Algunos estudios muestran cómo el reír aumenta la tolerancia al sufrimiento. La risa es una especie de “cosquillas de la mente”, decía Darwin. La risa tiene, efectivamente efectos positivos a nivel fisiológico y psicológico. En muchos sentidos. También en cuanto a la percepción del dolor. De ahí que haya cada vez más payasos en el mundo de los hospitales. En la película “Patch Adams”, Robin Williams como actor, muestra cómo el buen humor puede servir para afrontar las situaciones más difíciles en la vida, y cuánto bien podría hacer su inclusión en el mundo de la relación clínica.
En el mundo del sufrimiento y de la muerte, quizás solo quepa el lado más serio del humor, sabiendo que el humor no cura, pero ayuda. Al poder relajante, analgésico, inmunológico, etc., se une siempre el del nivel de tolerancia a la frustración, al dolor, a la experiencia negativa.
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