El duelo es un proceso de elaboración de lo que produce la muerte de una persona referente en la vida de una persona. Comporta un trabajo, una adaptación, una integración de la pérdida en el individuo y en la comunidad. Es un deber ético: aprender a vivir sin el ser querido.
Para no pocas personas, el duelo es tiempo de desorganización, sobre todo al principio, de incertidumbre, aturdimiento, desconcierto. También puede ser así a la muerte de un líder estimado, como el Papa Francisco.
Pero para no pocos, el duelo se convierte en tiempo propicio, en oportunidad, en Kairós. No solo pérdida, sino oportunidad. Se trata de acoger el legado espiritual recibido, las grandes aportaciones valóricas del fallecido, y hacerlas fructificar, no tanto para hundirse en la pena o permanecer desconcertado en el duelo, cuanto para saltar como en trampolín de resiliencia: crecer y hacer fecundos los valores para honrar la memoria.
Como comunidad creyente, los cristianos nos unimos en la oración de acción de gracias por nuestra pertenencia a una comunidad con líderes, servidores en la caridad. Pero como comunidad tenemos también la responsabilidad de hacer productiva las esperanzas puestas en los procesos de humanización iniciados y no concluidos.
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