Siempre me he preguntado qué les pasa a los que están abatidos y no mueven un dedo por ser felices y aportar a un mundo más pacífico, feliz, humano. ¿Cómo motivarles?
Desidia, flojedad, negligencia, pereza, dicen ser sinónimos. Falta de esfuerzo o dedicación para la realización de las tareas. No es pecado para Santo Tomás, ni una flaqueza humana moral, ni corporal, a ciertas horas del día, sino más bien una categoría emocional que evoca la pasividad, la tristeza y nostalgia.
Claro, que uno puede entregarse en manos de la acidia, de la pasividad, del abandono del deber de cuidar, de trabajar, y caer en una tristeza que apesadumbra, que deprime el ánimo de la persona, corrosiva como el ácido, que provoca hastío para obrar, pereza y vagancia, con tendencia a la dejadez.
Tanta humildad, tan poca autoexigencia, en algunas personas o momentos, genera un abandono y un apagamiento de la energía vital, que deja las cosas sin hacer. Por ser tristeza, la acidia se opone al gozo, y es espacio de malestar desmotivacional que lleva a un inconformismo que admite grados altos y malestar.
Algunos libros de la Sabiduría evocan la importancia de la cura de la acidia: “Debemos guardar nuestros corazones con toda vigilancia” (Prov 4,33), expresión que hoy entraría también en el capítulo de cuidarse para cuidar y, en cierta medida, en el mundo evocado con la palabra autocompasión y las investigaciones recientes al respecto.
Comprenderse y ser amable consigo mismo, también con los errores, sin entregarse a la seducción del desánimo y de la desmotivación, pero sí al descanso suficiente, al cuidado adecuado, al no cultivo patológico de la culpa y del castigo, genera una sana autoindulgencia y un estado mental y emocional que no se hunde en el victimismo, sino que arranca la confianza y la bondad. La autocompasión requiere una conciencia plena, un enfoque equilibrado de los sentimientos negativos, sin represión ni agresividad. Autoexploración y ternura, curiosidad y asombro, amabilidad y “autoempatía” no disminuyen la responsabilidad ética, sino que generan salud para hacer frente a la limitación humana. Autocompadecerse no es darse pena ni ser victimista, sino misericordioso y amoroso con uno mismo.
Vivir como hijos de la luz y no de las tinieblas, es a lo que exhorta Pablo de Tarso en su carta a los habitantes de la ciudad de Éfeso, invitándoles a vivir sobrios, pero despiertos. Y escribiendo a Timoneo, le dice claramente: “Ten cuidado de ti mismo”, como también Lucas, en el libro de los Hechos, dice: “ustedes deben cuidarse a sí mismos”, quizás empezando por los pensamientos.
Así, decía Gandhi: “cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras. Cuida tus palabras porque se convertirán en tus actos. Cuida tus actos, porque se convertirán en tus hábitos. Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu destino”.
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