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Cuando un chico se convierte en un gran médico como lo fue su padre pensamos lo mismo que cuando se convierte en un delincuente. Se veía venir… De tal palo… tal astilla. Lo mismo a la hora de esperarnos o contemplar una reacción de un enfermo, si conocemos su personalidad previa: creemos que está totalmente determinada. Esta es la sentencia con la que nos mostramos pesimistas ante situaciones en las que vemos el límite de una persona y lo atribuimos a sus antecedentes. Es una ecuación de una incógnita que nos lleva a negar la libertad. Creemos así que los rasgos de la personalidad son determinantes absolutos del modo de vivir las crisis en la vida. Y no es solo así.
Que el temperamento de una persona tenga que ver con su proceso evolutivo y con condicionantes genéticos, es obvio. Que el carácter de una persona venga totalmente determinado por su linaje y el entorno en el que ha crecido, es mucho decir.
Libres en la esclavitudEs la propuesta de Vicktor E. Frankl, padre de la logoterapia, quien en los campos de concentración proclama la libertad del modo como vivir lo inevitable. Nos pueden quitar la libertad, pero no esa libertad que consiste en cómo vivimos lo que no podemos cambiar. No somos esclavos ni de nuestro temperamento, ni del entorno. Condicionados, sí, pero no esclavos. El temperamento, de hecho, refiere tendencias a desarrollar la propia personalidad de una cierta manera. Es un “cómo” del comportamiento, mucho más que un “porqué”, una manera de construirse en un entorno ecológico, mucho más que un rasgo innato.
Mirarnos así es considerar que una crisis, una enfermedad, una desgracia, es una herida que se inscribe en nuestra historia, no un destino ante el que nada podamos hacer más allá de lamentarnos. No en vano dice un proverbio chino: “Cuando sopla el viento del cambio, unos edifican muros y otros construyen molinos”. Y así también dice William A. Ward: “El pesimista se queja del viento, el optimista espera que cambie, el realista ajusta las velas”. Por eso, nos negamos a aceptar definitivamente la sentencia “de tal palo, tal astilla”, porque constituye la negación de posibilidades de crecimiento, de novedad en el modo como atravesamos y salimos de las crisis.
Es posible y hermoso creer en la libertad y apostar por ella. Lo es para quien está limitado por la propia vulnerabilidad, como lo es para quien acompaña en la vulnerabilidad ajena y quiere que sus relaciones sean de ayuda. Pensar en posibilidades marca claramente la diferencia en relación a pensar en limitaciones o determinismos. No es ingenuidad mirarse a sí mismo y mirar al otro habitados por la firme esperanza de que algo bueno –y quizás nuevo- cabe esperar de uno mismo y de los demás.
Dos golpesEn el contexto de la teoría del trauma, se afirma que el segundo golpe es más fuerte que el primero. El primero es el hecho, la enfermedad, la crisis. Para curar el primer golpe es preciso que el cuerpo y la memoria consigan hacer un trabajo lento de cicatrización. El segundo golpe es el significado que le atribuimos a los hechos, a la enfermedad, a la crisis. El modo como interpretamos y narramos este hecho nos revela responsables. Para atenuar el sufrimiento que produce el segundo golpe hay que intervenir en la idea que uno se hace de lo ocurrido. El relato de la propia angustia refleja tanto nuestra herida como el significado que le damos. Por eso, una persona a la que amputan una extremidad, por ejemplo, puede llegar a ser un atleta o una eterna víctima, porque no es solo la amputación sino el significado y la actitud adoptada ante ella lo que marca el modo de vivirlo.
Pero una vez más hemos de decir que el significado atribuido al propio mal, está también influido por el modo como la persona es mirada y aprende a interpretarse a sí mismo y su mundo. Su temperamento se mueve tensionalmente entre el influjo externo y la libertad interior. En efecto, hay familias y entornos en las que se puede llegar a sufrir más que un campo de exterminio.
Boris Cyrulnik, conocido autor de trabajos sobre resiliencia, que escapó de niño de un campo de concentración, autor de “los patitos feos”, refiere que todos podemos reaccionar de este modo: vemos a un niño, nos parece gracioso, habla bien, hablamos alegremente con él, y de pronto nos dice: “¿sabes? Nací de una violación, por eso mi abuela me ha detestado siempre”. ¿Cómo podríamos mantener la sonrisa? Nuestra actitud cambia, nuestra mímica se apaga, arrancamos a duras penas algunas palabras para luchar contra el silencio. Y cuando volvemos a ver al niño, lo primero que nos vendrá a la mente serán sus orígenes violentos. Pues bien, de este modo de mirar al niño también dependerá la interpretación que él haga de sus dificultades y adversidades. Por eso decimos que hay que golpear dos veces para que se produzca el trauma y que el segundo golpe (el del significado asignado al primero), es más fuerte.
El significado atribuido a un objeto o acontecimiento depende, pues, también del contexto. Así, el sufrimiento y el dolor ha ido adquiriendo diferentes significados culturales. De un castigo divino a una prueba, a una oportunidad para la solidaridad, a un mal a evitar y aliviar, etc.
No cabía esperarloSucedía en Flandes, el 24 de diciembre de 1914, cuando en plena guerra mundial, millones de soldados se apiñaban agazapados en la red de trincheras que cruzaban la campiña europea. En algunos lugares, los ejércitos estaban atrincherados uno frente al otro, a un tiro de piedra. Condiciones infernales.
Cuando aquella noche caía sobre los campos de batalla, sucedió algo extraordinario. Los soldados alemanes empezaron a prender velas en los miles de pequeños árboles de Navidad enviados al frente para elevar su moral. Luego comenzaron a cantar villancicos… Primero, Noche de paz; luego, un torrente de canciones. Los soldados ingleses escuchaban atónitos. Uno que contemplaba con incredulidad las líneas enemigas dijo que las trincheras titilaban “como candilejas de un teatro”. Los ingleses respondieron con aplausos: al principio con cierto reparo, luego con entusiasmo. También ellos empezaron a cantar villancicos a sus enemigos alemanes, que respondieron aplaudiendo con el mismo fervor.
Varios hombres de los dos bandos salieron a gatas de las trincheras y empezaron a cruzar a pie la tierra de nadie para encontrarse; pronto les siguieron centenares. A medida que la noticia se extendía por el frente, miles de hombres salían de las trincheras. Se daban la mano, compartían cigarrillos y dulces, y se enseñaban fotos de sus familias. Se contaban de dónde venían, recordaban Navidades pasadas y bromeaban sobre el absurdo de la guerra.
A la mañana siguiente, según algunas fuentes, hasta cien mil hombres charlaban tranquilamente. Se dice que se jugó más de un partido de fútbol. Aquella tregua surrealista mostró cómo enviados a matar y mutilar, pudieron compartir, confortarse y celebrar. En un entorno lleno de maldad, podemos dar una respuesta diferente. En un entorno lleno de desánimo, somos aún libres de la respuesta personal en bien propio y ajeno.
Del entorno no cabía esperarlo. De las posibilidades del ser humano, sí.
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