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Ser médico joven

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2005

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Desde hace ya diez años estoy impartiendo clases sobre “humanización” y “relaciones humanas en medicina” a estudiantes de medicina en España y algunos otros países. Y he de confesar que disfruto –y ellos lo saben-. Pero si soy sincero, debo decir que también experimento un sabor agridulce en las clases. Y creo que tenemos todos algún reto al que hincarle el diente.

Una de las cosas que primero se pueden constatar es que la mayoría de los estudiantes de medicina de los tiempos que corren son mujeres. Aún queda una mayoría de hombres en el rol de profesores, pero no tardará la cosa en darse la vuelta. El asunto es que, a pesar de ser la mayoría mujeres, me sorprende el modo de pensar de este colectivo –hasta donde se puede hablar así-.  En efecto, tengo la impresión de que piensan en términos tradicionalmente masculinos.

La medicina enferma de hemiplejia

¿Pensamos de manera distinta los hombres que las mujeres? No, no quiero abordar este tema sin el rigor que merece. Pero es claro que ese imperio de la inteligencia intelectiva, de las ciencias empíricas como vía privilegiada de defensa de la verdad, ha estado asociado especialmente al dominio cultural del varón excluyendo aspectos importantes del raciocinio. Y la mujer ha aportado una dimensión más rica, de ángulos más variados, de posibilidades de comprensión de la realidad más holística, más integral que corre peligro de perderse en medicina.

Pues bien, los médicos jóvenes –en su mayoría mujeres- y los que nos ocupamos de su formación –en su mayoría hombres-, creo que tenemos el reto de enriquecer esta ciencia con lo que siempre estuvo enriquecida durante tantos siglos: con las humanidades.

No hace mucho, encontré un libro en la librería de la facultad de Medicina y en una de sus primeras páginas leí este párrafo que llamó especialmente mi atención:

“Los actos médicos se efectúan sobre una persona que sufre y a través de una relación humana, la relación médico-enfermo. Desde el inicio de la era científica, hace siglo y medio, la medicina ha negado este aspecto relacional, psicológico y afectivo. El médico se ha hecho hemipléjico, marchando sobre su pierna científica; la otra, la de la relación humana con su paciente y su uso terapéutico, se ha ido paralizando y se ha atrofiado. Debe reaprender a marchar sobre las dos piernas, ya que, además, la experiencia profesional está llena de experiencias traumatizantes”. (Schneider, 1991)

Nada nuevo. Sin embargo, a la vez que experimento el gusto de compartir varias asignaturas sobre humanización y relaciones humanas con estos jóvenes, siento el reto de acompañar a pensar de una manera que parecería nueva. Como si se hubiera perdido. Como si nos hubiéramos olvidado de que el paciente es un ser humano y que un ser humano no es reductible a su biología; como si nos hubiéramos olvidado que la persona responde con frecuencia más intensamente –para bien y para mal- a estímulos relacionales, afectivos… que a estímulos químicos. Da la impresión de que en el empeño en convertirse en ciencia, la medicina se olvida del individuo, del paciente, de la realidad del hombre y sus circunstancias, de las verdaderas características constitutivas de la naturaleza humana.

Parecería que hubiera habido un retraso y el homo amans y el homo patiens hubieran dado un paso hacia atrás (sic!) hacia el homo habilis y el homo ruptus. Y si algo de esto hubiera, nos estaríamos perdiendo lo mejor, lo más específicamente humano. Laín Entralgo no dudaría en hablar de “amistad médica” para definir el tipo de relación ideal entre médico y paciente.

¿Será porque son jóvenes? No lo creo. No tengo una visión negativa de estos jóvenes. Los siento apasionados, sacrificados en el estudio (¡Dios mío, cuánto estudio!, parecen monjes), sensibles y solidarios, con sed de justicia y de una humanidad más amorosa. Lo experimento así al darme cuenta de lo que se esperarían de los profesores y no reciben y al ver el estilo educativo de éstos.

Qué es ser médico

Pero en el fondo, siento también que está en cuestión lo que es ser médico. Ya hay quien desea cambiar el famoso aforismo -“el médico que sólo sabe medicina, ni tan siquiera medicina sabe”- por este otro: “no es posible para el médico actual saber algo que no sea medicina”. Y es que los estudios médicos se han convertido en un trabajo a tiempo completo que apenas permite a los ascéticos alumnos desviar su atención de los libros, de los apuntes, de las transparencias, de los números…

Me llamó la atención la frase con la que presentaban una conferencia que la asociación de estudiantes de medicina me pidió este año: “estamos aprendiendo a contar mitocondrias hasta con los dedos de los pies, pero no nos ayudan a interpretar sentimientos en el paciente y en nosotros mismos, a reconocer que en nuestra mirada, nuestra escucha y nuestra palabra hay medicina”. La anoté en mi agenda. Me impactó poderosamente.

Como me impacta también cada vez que un alumno en clase, queriendo protegerse de la propuesta comprometedora de “escuchar al paciente” y de dar la importancia merecida a la comunicación, argumentan diciendo que lo suyo es encontrar la enfermedad y curarla. ¡Dios mío! Una alumna, en un trabajo que me había de entregar, escribía: “Estoy contenta de estar terminando medicina porque así podré curar a los enfermos y corregir los errores que Dios ha cometido”.

¡Qué obsesión, qué empeño por dar el valor definitivo a la verdad objetiva revelada por la tecnocracia! ¡Qué olvido al no considerar esa verdad subjetiva que se asocia a cada persona, a cada enfermo de manera distinta! ¿Acaso ser médico no será constituirse en particular homo amans del homo patiens? Porque está claro que la gente quiere a los médicos que quieren a la gente.

Sueño con otra medicina

Yo sueño con el día en que los jóvenes médicos reivindiquen (ya lo hacen) y consigan impregnar la medicina de un paradigma que les lleve a tener en cuenta la experiencia que supone para los pacientes el dolor y el sufrimiento, y que aprendan a interpretar y manejar razonablemente fenómenos que no son biológicos, así como a tener en cuenta el entono social y laboral. Porque la reducción de los fenómenos no biológicos a la biología, no sólo resulta inútil, sino que conduce a un punto de vista distorsionado e inaceptable del ser humano.

Sueño con que superemos juntos –profesores, alumnos, pacientes, familiares-, el paradigma reductivo naturalista e intentemos pasar a un paradigma más holístico, más hermenéutico, más conscientes de la complejidad del ser humano y de sus procesos de enfermar y sanar o morir, más empeñados en considerar en la práctica diaria la incertidumbre, la ansiedad, las creencias, los valores, el sufrimiento, las relaciones y tantas variables que concurren en los procesos vitales.

La medicina biologicista puede ayudar a interpretar ciertas patologías con argumentos, pero la experiencia nos muestra que no es fácil esclarecer el origen de muchos padecimientos. Sueño con que aparezcan en nuestras facultades de medicina médicos humanistas –los que ya fueron y los que pueden hacerse-.

Sueño con que pensemos al hombre enfermo como lo hacía von Veizsäcker: “Como una gaviota entre dos elementos, ya elevándose en el aire, ya hundiéndose en el agua, y siempre rozando el plano que los separa, así el hombre entre la carne y el espíritu, a través de ambos y en ninguno de ellos”.

Sueño con una medicina en la que la segunda formulación del principio categórico de Kant, conocido también como principio de humanidad, impregne el quehacer cotidiano: “obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza”. Me apunto, con los médicos jóvenes, a construir una medicina más humana.

 

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