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La muerte del otro

Autor: José Carlos Bermejo

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Vivir sanamente el duelo

La muerte del otro es sobre la que más fácilmente podemos reflexionar. Pensar la propia constituye un reto –parecería de mal gusto- para vivir intensamente la vida, sabiéndola limitada y para vivir en clave de humildad.

Siempre hay más personas en duelo, afectadas por la muerte, que personas que mueren. Cada muerte afecta a un grupo importante de personas que sufren por la pérdida, ya antes de que se produzca, cuando ésta no es de manera repentina. Y, sin embargo, la reflexión sobre el duelo, sobre la pérdida de un ser querido, sobre el modo de acompañar a quien vive este sufrimiento, es bastante escasa. De alguna manera, de la mano de la muerte, el duelo constituye uno de esos temas tabú sobre los que tampoco somos educados a vivirlo sanamente si no es por la fuerza de la experiencia próxima cuando ésta sea capaz de transmitirnos alguna clave.

El duelo es esa experiencia de dolor, lástima, aflicción o resentimiento que se manifiesta de diferentes maneras con ocasión de la pérdida de algo o alguien con valor significativo. Vivimos un duelo anticipatorio antes de que la pérdida se produzca, que, en la mayoría de los casos, contribuye a prepararse a la misma. Vivimos un impacto normal en el momento de la pérdida, que dura un tiempo diferenciado según cada persona y el valor de lo perdido (duelo normal). Otras personas tardan en reaccionar en su vivencia y manifestación del dolor y hablamos entonces de duelo retardado. No falta quien no consigue colocar dentro de sí la propia historia y puede caer en un duelo crónico o incluso patológico.

En todo caso, el duelo por la pérdida de un ser querido es un indicador del amor hacia la persona fallecida. No hay amor sin duelo. Alguien tiene que perder al otro, antes o después. Se diría que, por doloroso que resulte, forma parte de la condición humana. Incluso, por extraño que pudiera parecer decirlo, si la muerte no nos arrancara a los seres queridos, si viviéramos indefinidamente, la vida perdería su color, moriría la solidaridad ante la vulnerabilidad ajena, la eternidad nos quitaría sabor a las experiencias humanas que lo tienen también por ser finitos, limitados, mortales.

Vivir la propia muerte

El poeta Rilke, en “El libro de la pobreza y de la muerte” empieza señalando que muchos no saben morir, que no llegan a madurar y a elaborar su propia muerte, por lo que su vida les es arrebatada desde fuera, muriendo de una muerte en serie, que nada tiene que ver con ellos. Mientras que el anonimato y la banalidad convierten en horrorosa la muerte ajena, la muerte propia se constituye como el objetivo de toda la vida, que se tensa como un arco hacia ese momento de máxima intensidad vital que es la muerte propia.

La tesis del poeta es “vivir la propia muerte” como posibilidad humana de ser sí mismo hasta el final. Rilke explica también por qué nos es dada la posibilidad de morir nuestra muerte propia. Justo porque hay en nosotros algo eterno, nuestra muerte no es similar a la animal… Exactamente en la medida en que hay algo de eternidad en nosotros, podemos elaborar y trabajar nuestra propia muerte, lo que nos distingue radicalmente del resto de los animales. Pero ocurre que no sabemos hacerlo y que traicionamos nuestra más alta vocación, de manera que nuestra muerte no llega a vivirse siempre dignamente. Como tenemos demasiado miedo al dolor y al sufrimiento, nos empeñamos en vivir la vida sin anticipar su final, en vivir ciega y estúpidamente, como si fuéramos inmortales; y como no llegamos a madurar nuestra propia muerte, parimos en su lugar un aborto ciego, una muerte inconsciente de sí.[1]

En la medida en que la muerte es vivida y no negada, el duelo es no sólo más fácil de elaborar, sino que se puede convertir en una experiencia de crecimiento y humanización. Vivir la propia muerte consiste en elaborar sanamente el duelo anticipatorio, en hacer de la experiencia de pérdidas una oportunidad para buscar sentido en las relaciones interpersonales y en los valores que pueden cualificar el mismo hecho de perder.

La muerte expropiada

Puesto que vivimos en este mundo efímero de la conciencia de la muerte, estamos en aquella actitud del que pasa. Pero tal actitud está recogida arquetípicamente en el morir, porque, por una parte, detrás de cada despedida concreta, se alza la muerte como despedida última y suprema, y por otra, la esencia de la muerte reside en un despedirse, en un desprenderse de todo lo que se tenía como seguro,[2] de la ineludible experiencia del duelo.

Ha sido Tolstoi en “La muerte de Iván Ilich” el que ha formulado con absoluta nitidez tanto en qué consiste la diferencia entre la muerte propia y la ajena, como cuál es la causa de tal distinción. Que todos los hombres son mortales explica el fallecer anónimo del otro, pero no el mío, o el de la persona amada.

En el momento en que Iván Ilich experimenta la comprensibilidad de la muerte propia, la más profunda soledad y angustia ante ella, es torturado por la mentira sistemática ante su estado. “Le torturaba aquel embuste, le atormentaba que no quisieran reconocer lo que todos sabían y sabía él mismo, y en vez de ello deseaban mentirle acerca de lo terrible de la situación en que él se hallaba y querían obligarle a que él mismo participara en aquella mentira”. “La mentira, –continúa Tolstoi concentrando toda la tesis de su novela en una sola frase- esa mentira de que era objeto en vísperas de su muerte, una mentira que debía reducir el acto solemne y terrible de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era algo atroz para Iván Ilich”[3]. Pretenden reducir su muerte al nivel de una contrariedad, de una “inconveniencia”, de una falta de decoro. Cuando necesita más que nunca ser comprendido y consolado, mimado, sólo el joven Guerásim es capaz de entenderle y aliviarle, permitiéndole así compartir los sentimientos propios del duelo anticipado.

El duelo: la realidad se impone

En este escenario frecuente de muerte expropiada y de frecuente falta de autenticidad en el proceso de morir acontece el duelo. “El dolor del duelo forma parte de la vida exactamente igual que la alegría del amor; es, quizá, el precio que pagamos por el amor, el coste de la implicación recíproca”.[4] El papel del duelo consiste en recuperar la energía emotiva invertida en el objeto perdido para reinvertirla en nuevos apegos, como indica Freud.[5]

Al dolor de la pérdida, precio del amor, se une la conciencia de la pérdida. Lewis, en “Una pena en observación”, relata: “Permanezco despierto toda la noche con dolor de muelas, dándole vueltas al dolor de muelas y al hecho de estar despierto”. Esto también se puede aplicar a la vida. Gran parte de una desgracia cualquiera consiste, por así decirlo, en la sombra de la desgracia, en la reflexión sobre ella. Es decir en el hecho de que no se limite uno a sufrir, sino que se vea obligado a seguir considerando el hecho de que sufre. Yo cada uno de mis días interminables no solamente lo vivo en pena, sino pensando en lo que es vivir en pena un día detrás de otro”.[6] Lewis lo dice mientras elabora la pérdida de su amada.

Crisis del lenguaje exhortatorio

En el intento de acompañar a quien vive el duelo, no es infrecuente encontrarse con un cierto lenguaje exhortatorio, que a veces invita a olvidar al ser querido, otras a pensar en otra cosa, otras a recordar lo que no se ha perdido aún, además de la colección de frases hechas que, antes o después, son pronunciadas con deseo de consolar o, quizás, de apaciguar la angustia producida por el silencio y salir al paso del no saber qué decir.

Los falsos consoladores de Job, que representan la tan arraigada tendencia a consolar con frases hechas y con esquemas racionales, siguen vivos y alrededor del hombre sufriente, representado en el personaje de Job, paradigma de quien vive perdiendo (muere) y es acompañado por sus amigos.

Es fácil encontrar frases superficiales en clave de exhortación, como por ejemplo: “Trata de olvidar; mejor así; ahora es más feliz en el cielo; Dios lo ha querido; sólo los buenos se mueren jóvenes; Dios lo necesitaba; echa una losa sobre el pasado; mantente fuerte por los niños; suerte que tienes otros hijos, etc.”

Morir puede ser triste, pero morir los unos para los otros antes de morir es mucho más triste. Caminar juntos sin comprender el dolor ajeno por las separaciones es caminar solo, es muerte. Y esto es lo que sucede cuando tanto las palabras como el silencio imponen su lado trágico. Queriendo evitar el drama de la verdad, caemos a veces en la soledad y el abandono a quien elabora su duelo.

El silencio, que puede ser un saludable correctivo a la retórica banalizante de las palabras y pudiera ofrecer quizá el consuelo que viene de la muda solidaridad, puede revelar también sólo un vacío de palabras poco elocuente.

El encuentro en la verdad, en cambio, el diálogo con quien vive su duelo basado en la autenticidad, genera libertad. Produce cierto pánico, pero da paz al superviviente y serenidad a quien escribe el último capítulo de su vida.

Superadas las barreras, el encuentro en la verdad ayuda al enfermo terminal a elaborar su duelo anticipatorio por lo que prevé y experimenta que está perdiendo, y ayuda al ser querido o profesional a elaborar el dolor que producirá la pérdida y que se empieza a elaborar de manera anticipada también antes de que acontezca. Ayuda a vivir sanamente y elaborar el sufrimiento por la persona perdida. Constituye un modo de acompañar a hacer del sufrimiento un acto biográfico en el que la vida se narra y recibe una nueva luz de sentido.

Elaborar el duelo supone no sólo integrar la pérdida, asumir la desaparición del ser querido, aceptar que murió, sino también integrar la propia mortalidad, cuya conciencia se hace más patente con ocasión de la muerte de la persona querida. También hay muerte, pues, en los supervivientes. Como dicen San Angustín: “De aquí nace aquel llanto y lamento cuando muere algún amigo; de aquí aquellos lutos que aumentan nuestro dolor; de aquí el tener afligido el corazón convirtiéndose en amargura la dulzura que antes gozaba; y de aquí la muerte de los que viven, por la vida que han perdido los que mueren”.[7]

Llorar tiene un efecto benéfico de liberación: relaja, desahoga, produce descanso y tranquilidad de espíritu, reconcilia consigo mismo y con los demás, repara, restablece orden y equilibrio en el pasado para permitir vivir el presente serenamente, ablanda, deja visible la debilidad o, si se prefiere, la fortaleza de los sentimientos y del aprecio por el ser querido. Y ablandarse es humanizarse.

El abrazo sincero, el abrazo dado en medio del dolor (como en medio del placer) implica comunión, permite hacer la experiencia de romper la burbuja dentro de la cual nos podemos esconder o aislar. El abrazo auténtico, el que no deja agujeros entre uno y otro porque aprieta al darse, recoge la fragilidad, la descarga de su virulencia, mata la soledad que mata, sostiene en la debilidad, rompe la distancia que duele en el corazón.

Quizás sea éste abrazo una de las experiencias más intensas de trascendencia y de vida. El que abraza y es abrazado está vivo, acoge y es acogido, sale de sí y es recibido, recibe y se deja acoger. El abrazo es un modo de contacto corporal denso, quizás difícil de vivir en medio del dolor. Puede resultar incómodo por dejarnos desprotegidos, por la desnudez que le suele acompañar, pero nos pone en relación íntima y acogedora y descarga sobre nosotros y sobre el otro emociones fuertes: la gran satisfacción de la cercanía y la reconfortante comunión.

Séneca, en las Cartas a Lucilio habla del recuerdo en estos términos: “Ahora tú eres el guardián de tu dolor, pero también cae para aquel que lo guarda, y cuanto más vivo es ese dolor, más pronto termina. Procuremos que el recuerdo de los que hemos perdido nos sea agradable. Nadie vuelve de buen grado a aquellas cosas en las cuales no puede pensar sin sentirse dolorido; en verdad, no puede dejar de ser que el nombre de los difuntos que amamos nos sea recordado sin que veamos nuestro corazón transido, pero aun esta emoción tiene su deleite. Porque, como solía decir nuestro Atalo, “la memoria de nuestros amigos difuntos es como algunas manzanas que tienen una suave aspereza, como el vino muy viejo en el cual encontramos un amargor delectable.”[8]

Acompañar a recordar sanamente supone, una vez más, dar espacio a la narración del pasado, de su significado, utilizando la evocación de hechos, de imágenes, utilizando objetos, fotografías, etc., que contribuyan a colocar al difunto en un lugar adecuado del corazón, donde no haga daño, donde constituya, como tal recuerdo un valor del presente.

El valor terapéutico de los ritos y de la fe

Los ritos tienen una función en todas las culturas, tanto los individuales como los comunitarios. Dentro de los comunitarios, tanto los ritos de solidaridad como los de transición cumplen una función relevante en la vida de los grupos. En el caso del fallecimiento de un ser querido, la comunidad ha previsto siempre ritos apropiados para humanizar la experiencia compartiéndola. Durkheim, estudioso de los ritos, los considera como los que marcan los acontecimientos, diferenciando los momentos ordinarios de los especiales y haciendo penetrar lo sagrado en lo profano y expresando, de forma simbólica, la pertenencia del individuo a la comunidad.

En esta situación, los ritos pueden salir al paso de verdaderas necesidades. Si no están deshumanizados, contribuyen a vivir el paso, a adaptarse a la pérdida, a socializar sanamente lo que realmente es un acto social: la muerte de un ser querido.

La sabiduría popular y la tradición secular han ido dando formas distintas a los ritos, pero siempre con el valor del soporte de la comunidad a los más heridos. El toque de las campanas (con su repercusión en la naturaleza y su código de comunicación), el acompañamiento en la casa, la liturgia desde la fe, son elementos que pueden realmente expresar el acompañamiento en los sentimientos y en el vacío que produce la pérdida.

No es que la fe sea un anestésico o ansiolítico de las humanas reacciones ante la muerte y el duelo. El mismo Jesús manifestó claramente sus sentimientos de tristeza. “La espantosa noche de terror (“me muero de tristeza”) es uno de los más valiosos relatos que tenemos sobre Jesús, porque nos lo revela en toda su humanidad. Ese miedo y esa angustia, tan difíciles de soportar, forman parte de la condición humana”.[9] Así mismo, al enterarse de la muerte de su amigo Lázaro, Jesús no se ahorró la expresión de su tristeza llorando (Jn 11, 35). La clave es poder compartirlos con los demás y con el Padre y aprender juntos a seguir creyendo y confiando.

La literatura de Grecia y de Roma clásicas desarrollaron el consuelo como un conjunto de argumentos que se ofrecían al doliente en forma de simples cartas o de tratados filosóficos. Del conjunto de los argumentos que se utilizaban, eran frecuentes los que hacían referencia al hecho de que todos los hombres son mortales, que lo importante no es haber vivido mucho sino virtuosamente, que el tiempo cura todas las heridas, que lo perdido era sólo prestado, que el que lloramos no sufre, etc. Eran lugares comunes a los que a veces se añadían elogios del muerto y ejemplos de hombres que sobrellevaron la desgracia con valor.

Este tipo de consuelo se presentaba poniendo, normalmente, a la razón como consolador supremo. No obstante, Séneca considera “el afecto de los familiares como principal fuente de confortación”. Y los viejos consoladores cristianos, aúuacute;n recurriendo a argumentos paganos, pudieron renovar el género por la importancia que daban a la emoción y por las fuentes de su inspiración, que eran a la vez bíblicas, éticas y místicas.[10]

Hoy estamos lejos de la tradición estoica, seguida por Cicerón, que concibe los sentimientos y las emociones como desórdenes del alma y a las personas por ellos afectadas, poco prudentes y sabias. Pero quizá no estamos todavía tan lejos de la tradición que llevaba a consolar con frases hechas.

[1] J.V. Arregui, El horror de morir, Tibidabo, Barcelona 1992, p. 150.

[2] O.F. BOLLNOW, Rilke, Tauros, Madrid 1963, p. 276

[3] L. Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, Salvat, Estella 1970, p.62

[4] Parkes C.M., Il lutto: studi sul cordoglio negli adulti, Feltrinelli, Milán 1980, p. 18.

[5] Cfr. S. Freud, Duelo y melancolía, en “Obras completas” VII, Biblioteca Nueva, Madrid 1983.

[6] C.S. Lewis, Una pena en observación, Barcelona, Anagrama, 1994, p. 17-18.

[7] San Agustín, Confesiones, IV, 9.

[8] Séneca, Cartas morales a Lucilio, Libro VII, Carta LXIII.

[9] S. Cassidy, La gente del Viernes Santo, Sal Terrae, Santander 1982, p. 87.

[10] S.W. Jackson, Historia de la melancolía y la depresión, Turner, Madrid 1989, p. 288.

 

 

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