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Dejarse cuidar

Autor: JOSÉ CARLOS BERMEJO HIGUERA

Año publicación: 2016

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Puedo decir que desde hace años reflexiono sobre el cambio que se produce en algunas personas al pasar del rol de cuidador al de ser cuidado. Sí, muchos nos pasamos mucho tiempo hablando, exhortando, poniendo en valor lo que significa cuidar y proponiendo modos de hacerlo humanizados. Otros se pasan mucho tiempo cuidando a menores o mayores, enfermos o personas con discapacidad… Y a estos “cuidadores” que a veces se identifican muchísimo con este rol, también les puede llegar la hora de “ser cuidados” por otros.
 
Cuidar a los demás es simultáneamente una experiencia que comporta por un lado la dureza y sacrificio que exigen cuidar, y por otro los hechos y efectos positivos y gratificantes que se plasman en lo concreto y en lo vital. Así lo expresan la mayoría de las personas que cuidan: a la vez que narrar el esfuerzo que comporta, muchas narran también los beneficios y gratificaciones que reciben al desplegar el rol de cuidador.
 
El temor de ser una carga
 
Muchas expresiones espontáneas avalan el miedo a ser una carga. Hay personas que en su vida son capaces de sacrificarse por los demás, de cuidar a otros casi sin límite, hasta el punto de negarse a sí mismo muchos deseos con tal de cuidar a los propios seres queridos. Sin embargo, sucede también que uno de los principales miedos confesados explícitamente es precisamente el de ocupar el lugar de la persona cuidada.
 
El miedo a dejarse cuidar se puede decir que es, en las personas mayores, por ejemplo, el miedo a la dependencia, al no poder autovalerse y tener que depender de otros para realizar las actividades de la vida diaria. Dentro de este miedo aparece ser una carga para los hijos o cónyuge o personas con las que se ha convivido durante la vida.
 
Junto a este miedo, se pueden situar también los miedos a déficits sensoriales, como perder la visión o la audición y los miedos relacionados con la movilidad, como estar postrado o tener que usar ayudas técnicas como bastón o andador. Los cambios en la funcionalidad se pueden dar por dificultades a nivel físico o a nivel mental. Y otro gran temor o “fantasma” es el de la pérdida de la memoria y la capacidad de decisión, lo que conlleva a tener que delegar algunas actividades instrumentales de la vida diaria como la conducción del coche, el manejo del dinero, de la medicación, etc. 
 
Estos miedos elevan su nivel cuando a la vulnerabilidad experimentada por la hipotética dependencia, se añade el hecho de que el soporte social no sea el adecuado. Entonces, la persona siente que tendría que confiar en personas ajenas a sus seres queridos para temas tan importantes como el manejo de su intimidad, de sus espacios, de sus necesidades fisiológicas, de su patrimonio o del seguimiento de las pautas de la medicación.
 
Algunos estudios hablan de las enfermedades más temidas, en particular por las personas mayores, entre las cuales están las demencias, específicamente la de tipo alzhéimer, el cáncer y las enfermedades neurológicas relacionadas con la pérdida de la movilidad.
 
Dejarse querer y cuidar
 
A pesar del temor a la dependencia y al hecho de tener que ser cuidado, la vida impone sus leyes y, muchas personas tienen que pasar por el “ser cuidados” en la dependencia asociada al envejecimiento y a la enfermedad. Una experiencia que no es nueva: todo ser humano ha sido dependiente y cuidado durante los primeros años de desarrollo. Una dependencia máxima. Una vulnerabilidad muy superior a las otras especies. Pero la consciencia nos hace diferentes al resto de los animales.
 
Dejarse cuidar, por otro lado, es dar a los demás la oportunidad de desplegar el rol de cuidador, la solidaridad y la gratuidad en aquello que, aunque a veces se paga, tiene además un gran valor, no solo un precio. Es ahí donde, en los procesos de cuidado, algunas personas experimentan la gran novedad de lo gratuito, de lo que no se paga con dinero, del modo como se prestan las atenciones necesarias y los “pluses” de humanidad que se viven al experimentarse humanamente cuidado.
 
Dinámicas de egoísmo, narcisismo, estilos de vida muy independiente, así como contemplar los sacrificios y renuncias que comporta a las personas la dedicación al cuidado, pueden aumentar en algunas personas la dificultad para dejarse cuidar. Diríamos que todos tenemos la experiencia de haber sido cuidados; sin embargo, no todos han desarrollado a lo largo de la vida la disposición a dejarse cuidar, a contar con los demás, a reconocerse sanamente interdependientes, a tener el coraje de pedir ayuda…
 
Algunas personas, por otro lado, han hecho del valor de cuidar, el sentido de su vida. Han consagrado su vida al cuidado. Es el caso de algunas personas célibes, religiosos, religiosas, laicos entregados a la causa de atender a otros en proyectos sociales, sanitarios, educativos. Una vida definida mucho por el rol de cuidador, puede verse particularmente truncada cuando cambian las coordenadas y es uno mismo el que tiene que someterse a ser cuidado. Por eso, no es de extrañar procesos de depresión asociados a estos cambios.
 
La resistencia a ser atendido la recogen también los textos sagrados. En la Biblia encontramos a la figura de Pedro, uno de los discípulos de Jesús quien al ir este a lavarle los pies, presenta el relato su resistencia. “¿Tú lavarme los pies a mí?” La frase, no solo recoge esta dinámica psicol&oacoacute;gica de resistencia, sino también el valor de dejarse cuidar y ser servido, no solo el valor de cuidar y servir.
 
En el libro de Mitch Albom, “Martes con mi viejo profesor”, un párrafo me ha llamado especialmente la atención. El periodista profesor, le dice al exalumno que ahora viene a visitarle por encontrarse enfermo el viejo profesor:
 “ Y ¿Sabes una cosa? Una cosa muy extraña.
-¿Qué es?
Que empecé a disfrutar de mi dependencia. Ahora me gusta que me vuelvan de costado y me pongan pomada en el trasero para que no me salgan llagas. O que me sequen la frente, o que me den un masaje en las piernas. Gozo con ello. Cierro los ojos y me deleito con ello. Y me parece muy familiar.
Es como volver a ser niño. Que un apersona te bañe. Que una persona te tome en brazos. Que una persona te limpie. Todos sabemos ser niños. Lo llevamos dentro. Para mí, es una cuestión de recordar el modo de disfrutarlo.
La verdad es que cuando nuestras madres nos tenían en brazos, nos acunaban, nos acariciaban la cabeza, ninguno de nosotros se cansaba nunca.”
 
Nada fácil alcanzar este punto: el de disfrutar también de ser cuidado, sobre todo cuando el cuidado es percibido de manera gratuita o altruista, porque al fin y al cabo, cuando el cuidado se paga, ha entrado en otra dinámica: la del deber, la que hemos seguido en diferentes momentos de nuestra vida: “Me debes atender porque te pago”.
 
Ser cuidado, dejarse querer, dejarse ayudar, constituye un reto para vivir con sentido en muchos momentos de la vida, especialmente en situaciones de gran dependencia. Ser cuidado es, por otro lado, una buena oportunidad para llevar una vida activa en cuanto a la vivencia de los mismos valores que cuando cuidamos a otros, solo que conjugados los verbos en otra forma: en pasiva. Así también se humaniza y se construye un mundo mejor.
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

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