Año publicación: 2013
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Confieso que si analizara mi desarrollo personal, la categoría del perdón no la consideraría entre las más tempranamente integradas de manera consciente. Soy hijo de una cultura en la que creo que se ha devaluado una clave de salud tan importante como esta. He acompañado a un equipo de trabajo en estos últimos meses en el que hay serias heridas fruto de la relación y el trabajo, y he podido constatar que quizás lo que me pasa a mí se puede encontrar fácilmente en otras muchas personas.
Incluso una cierta tendencia de la psicología ha podido caer en la tentación de insistir en exceso en el no sentirse culpable. La culpa es mala. No hay que inocular culpa. A quien se siente culpable hay que acompañarle a que se libere de tal sentimiento. Como si no hubiera un sano sentimiento de culpa, racional y capaz de desencadenar mecanismos de reparación, de perdón, e incluso de reconciliación.
Lo que no es perdonar
En los procesos de counselling u otras formas de relación de ayuda, encontramos con frecuencia la experiencia del daño. Una persona se siente herida por otra. Heridas recientes, heridas envejecidas, heridas sin cicatrizar, heridas agrandadas por el herido (no por el ofensor)… Mucho sufrimiento es debido al manejo de la memoria de la ofensa recibida, a la gestión del daño, al resentimiento o deseo de venganza, al recuerdo rumiático de los hechos vividos como ofensa.
El objetivo del acompañamiento no es superar inmediatamente la culpa. Sino aprovecharla cuando esta es racional y proporcionada, así como también interpretarla cuando es irracional. En todo caso, algo puede revelar un sentimiento tan humano como este. Cada vez más sueño con que en diferentes procesos terapéuticos y relaciones de ayuda en salud, en la intervención social, en el ámbito educativo y en el trabajo en equipo, entre la variable perdón como variable terapéutica, como objetivo saludable de sanación y reparación.
Pero el perdón no es un mero ejercicio voluntarista. Y menos algo que debamos hacer porque alguien nos lo manda con tono imperativo: “hay que perdonar”. Ante este tipo de indicaciones, sugerencias u órdenes, solemos responder defendiéndonos o devaluando aún más el significado del perdón. No falta quien se resiste ante el solo pensamiento de un posible ejercicio de perdón porque piensa que significa olvidar la ofensa, o negarla, o renunciar a los propios derechos. Hay también quien cree que el perdón es dis-culpar (quitar la culpa real de quien ha ofendido) o que se trata de abandonar el miedo a que se pueda reproducir el daño, o convertir un mal en un bien sin más.
Sanarse el corazón herido
El genuino perdón es una particular liberación de un prisionero del rencor, del resentimiento, de la ira, que es uno mismo, el que perdona. Cuando se es capaz de dinamizar esta forma de intenso amor que regala y excusa hasta lo que se vive como algo que no tiene disculpa, se realiza una experiencia de sanación interna.
Las paradojas del perdón son que siendo fácil, no siempre está disponible; que siendo liberador para el ofensor, libera más aún al ofendido; que siendo vital, a veces nos da miedo; que siendo ligero, a veces pesa mucho; que a la vez que misterioso y profundo es cotidiano; que siendo tan divino, es también genuinamente humano.
El que se dispone a perdonar decide antes no vengarse, aprende de sí mismo y de la propia vulnerabilidad y limitación, renueva los ojos y mira de una forma nueva, alcanza a valorar al ofensor y se llena de entrañas de misericordia permitiéndose a sí mismo ir más allá del dolor producido por la ofensa, sin negar su realidad y su intensidad.
Perdonar es un proceso. En los últimos años, diferentes autores hablan de pasos que se requieren dar para realizar el camino hacia el genuino perdón. Más allá de que este camino se describa en cinco, siente o doce, lo importante es la tarea que comporta.
Efectivamente, no hay perdón sin decisión de no vengarse y hacer que cesen los gestos ofensivos. Como no lo hay tampoco sin reconocer la herida como tal, dando espacio al revivir la ofensa (sin negarla ni ampliarla). Muchas veces necesitamos también compartir con alguien el daño sufrido en términos de desahogo y sana verbalización del mundo interior, aceptando la cólera y el deseo de venganza.
En el fondo, el perdón comporta también la aceptación de lo que se ha perdido con ocasión de la ofensa, la identificación de la parte con la que uno mismo ha contribuido al sufrimiento tras ser ofendido, y esto abre paso a un extraño requisito: perdonar comporta también perdonarse a sí mismo, en cuanto que el daño recibido ha generado reacciones que pueden haber desencadenado nuevos daños a uno mismo o al ofensor. Así de claro, perdonarse antes de perdonar. “El perdón cae como lluvia suave desde el cielo a la tierra. Es dos veces bendito; bendice al que lo da y al que lo recibe”, dice William Shakespeare.
Y un ejercicio mental, afectivo, actitudinal, será imprescindible: comprender al ofensor. No justificarle, sino comprenderle. Es obvio que si nos pusiéramos en su lugar, si conociéramos sus antecedentes, si nos convirtiéramos –después de fiscales-, en abogados defensores del agresor, las cosas cambiarían radicalmente. Sabemos, con Terencio, que “nada humano me es ajeno”. No nos resultan extraños los dinamismos que han provocado en el que nos ha dañado las reacciones de las que se trate.
Y no viene mal, como por otro lado es obvio, distinguir entre perdonar y reconciliarse. Perdonar es cosa de uno, reconciliarse es cosa de dos. Uno puede alcanzar y desear perdonar, pero no reconstruir con la misma intensidad –o quizás no esté dispuesto el ofensor- la relación previa. El perdón no puede exigir garantía de no repetición, ni puede poner como condición que el otro cambie. Es deseable, es justo, pero si esto fuera requisito, no habría espacio para el perdón porque no somos dueños de la libertad y de la limitación ajena. El que es incapaz de perdonar es incapaz de amar, decía Martin Luther King.
Y, como todas cosas grandes e importantes para el ser humano, se ha de celebrar. El perdón requiere ser celebrado. De la manera que sea, pero el mundo de los símbolos, de la expresión de la alegría producida por el bien que uno realiza y la liberación que experimenta, bien merece alguna expresión celebrativa. Lo que no se celebra tiende a desvanecerse, a perder la hondura de su significado.
Recuperar este dinamismo
Al acompañar a este equipo de trabajo, como al revisar mi propia vida también, me hago cada vez más consciente de que las relaciones de ayuda tienen ante sí el reto de incluir este dinamismo sanante entre sus objetivos fundamentales. El que perdona se libera y libera de la culpa. No se trata, pues, de eliminar en primera instancia del sentimiento de culpa, sino de realizar un proceso sanador del corazón oprimido por el rencor y por el daño recibido y de permitir un espacio de salud relacional.
Al terminar una serie de sesiones de acompañamiento –llámese coaching si se desea- a este grupo, pude experimentar las diferentes actitudes de sus miembros: quien aún exigía: no puedo confiar en que no se repita el daño, así es que no puedo perdonar; quien manifestaba: yo me libero perdonando y así descubro y reconozco también mi limitación, apuesto por el equipo y por mí mismo de nuevo.
Quizás sería bueno escuchar a Teresa de Calcuta. Decía: “El perdón es una decisión, no un sentimiento, porque cuando perdonamos no sentimos más la ofensa, no sentimos más rencor. Perdona, que perdonando tendrás en paz tu alma y la tendrá el que te ofendió”.
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