Celebramos. Es para humanizar. Porque sin celebración no hay humanidad. La celebración tiene sus reglas, sus costumbres. Es un complejo mundo de realidades, ritos, y mitos. La nostalgia no es solo la ausencia de los seres queridos, sino también la evocación de un pseudoparaíso que nunca existió, o probablemente está idealizado por el poder del recuerdo. Porque en aquellas fiestas, en aquel pueblo, en aquella casa de la abuela, también había ausencias y dificultades, de una y otra naturaleza.
Celebrar la Navidad es celebrar la Encarnación, el misterio de la proximidad de Dios en nuestra cotidianeidad, el empeño por hacer este mundo un poco más de Dios, que nos propuso, en Jesús, una vida de compasión, de sanación, de apuesta por los más débiles, de cuidado a los enfermos, de visita a los presos, de acompañamiento a los dolientes, de solidaridad con los hambrientos y sedientos.
Luces, comidas, cantos, nostalgias… podrán contribuir a humanizar si entran a la raíz de la encarnación. De lo contrario, engañufla y escapismo temporal de los verdaderos problemas personales y comunitarios, sin empatía solidaria.
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