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Hipertrofia de la autonomía

Autor: José Carlos Bermejo

Año publicación: 2019

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Era mitad del siglo XX cuando surgió el counselling como una forma de relación de ayuda no directiva y centrada en la persona, con aires de novedad, al presentarse como no directiva y abanderando la bondad de la confianza en el otro para ayudarle y promover su autoayuda y el cambio necesario. Una de las claves fundamentales del modelo, en el marco de la psicología humanista, con un enfoque integrativo, era la clave de la autonomía del ayudado.

Más recientemente, en diferentes contextos, se subraya esta categoría: la autonomía. Es el caso de la bioética, el caso de la ayuda a las personas en situación de dependencia (mayores, personas con discapacidad), llegando a hablar de “modelo de atención centrada en la persona”, una de cuyas variables fundamentales es la promoción de la autonomía.

Poder de atracción del término

Como ocurre con muchos otros términos que se usan con frecuencia, hay una fuerte tendencia a interpretarlo de maneras diferentes, según sean las personas y los contextos. Para algunos significa establecer vínculos en virtud de los cuales se promueve al máximo la capacidad de elegir, de autodeterminación, de rechazar tratamientos o, en todo caso, el protagonismo del ayudado en las diferentes formas de relación y profesiones de ayuda.

En cualquier caso, aplicar la atención centrada a la persona implica reconocer la singularidad y unicidad de cada uno y fijar la mirada en sus capacidades frente a aquello que la hace dependiente, apoyando su autodeterminación.

Aunque la idea de poner a la persona en el centro, respetar siempre que se pueda sus decisiones, preferencias y opciones personales, "adaptar el centro a las personas y no las personas al centro" resultan elementos clave, también lo es caer en la cuenta de lo que puede esconderse detrás de esta tendencia y los eventuales riesgos.

La atención centrada a la persona no es más que un cambio de perspectiva: no son las personas que se deben adaptar a los centros y servicios, o al terapeuta, sino todo lo contrario, los entes públicos, los centros y servicios, los terapeutas, se han de adaptar a las personas para respetar así la individualidad y singularidad de cada uno de los usuarios de los servicios.

La trampa

La cultura occidental puede contarse como la historia de un Yo que ha ido engordando. Es fácil señalar las etapas principales. La reforma protestante apeló a la propia conciencia frente a la autoridad. Descartes instauró el Yo pienso como instancia definitiva, la Ilustración hizo lo mismo con la razón, el romanticismo exarcerbó el protagonismo del Yo y el idealismo alemán lo convirtió en el origen de todo y, como último paso, encontramos la insistencia en los derechos individuales. Todo ha desembocado en una afirmación desmesurada del Yo que no debería dejar de interpelarnos. Lo que comenzó siendo una necesaria defensa de la autonomía personal se ha convertido en un obsesivo cuidado de sí mismo y en un narcisismo galopante. Hoy Narciso es, a los ojos de un importante número de investigadores, el símbolo de nuestro tiempo.

A esta hipertrofia del Yo ha contribuido la psicologización de nuestra sociedad, el predominio del discurso posmoderno en primera persona, la subjetivización de todas las actividades antaño impersonales u objetivas. Por ejemplo, la moral incluía una preocupación por el otro, pero la psicologización enfatiza el interés por uno mismo. Incluso las actividades de ayuda se emprenden “porque me siento bien haciéndolas”. Y las decisiones tomadas en procesos terapéuticos parece que han de seguir el mismo camino.

Helena Béjar, en un bello libro titulado La cultura del Yo indica que la preocupación por el Yo ha usurpado el papel de la religión como núcleo de la vida espiritual o moral del hombre moderno. A dicha religión autocentrada corresponde la psicoterapia como vía de salvación. La preocupación por la autoestima llega hasta tal punto que en Estados Unidos se han emprendido campañas estatales para fomentarla.

En el actual debate bioético se recurre frecuentemente al argumento de la autonomía personal para justificar modelos de intervención (también opciones de legalización) personalizados. La autonomía del sujeto debe prevalecer sobre otros intereses o preferencias. La apelación a la autonomía del paciente, que se hace desde estas tribunas pro-elección, parece impecable.

Pero llevar al límite este planteamiento o insistir inadecuadamente sobre él, puede abrir la puerta a que sean los deseos, los caprichos o –en el mejor de los casos- las necesidades- de las personas las que definan los caminos a seguir sin suficiente atención a la repercusión sobre los demás.

Hipertrofia del principio de autonomía

La no dirección en las relaciones de ayuda, la promoción de la autodirección se apoya en una consideración positiva sobre el ayudado. También en la convicción de que nadie posee la verdad, que cada persona, cuando valora, opina y decide, lo hace desde su particular experiencia. La no dirección desde afuera refuerza la acción propia de la autodirección y el crecimiento humano.

Ahora bien, no se puede ignorar que también existe una tendencia egoísta, que lleva al deterioro y la destrucción. Confiar en el otro, empoderarle, apostar por él, no es lo mismo que aprobar su modo de razonar o su conducta, puesto que hay situaciones en las que el modo de razonar es equivocado y la conducta es reprobable desde cualquier marco valorativo.

Un acento excesivo o exclusivo en la autonomía de las personas, que se olvida del objeto de la decisión y de otras realidades y circunstancias concurrentes, puede resultar claramente perjudicial para las personas, y justificar actuaciones de dominio de unos seres humanos sobre otros. Llevado al extremo, el principio de autonomía llega a proclamar también el derecho a morir, partiendo de un concepto de libertad individualista y solipsista, cerrado en sí mismo. Así, la propia libertad se convierte en fuente del derecho y los deseos individuales serían los creadores de derechos.

Frente al hipertrofiado principio de autonomía en campos éticos, solo cabe una propuesta de solidaridad y protección de quienes no se pueden proteger a sí mismos. Las personas no somos autónomas o dependientes. Somos interdependientes. El ser humano se desarrolla y vive en relación social; necesita a los demás y a la vez influye en ellos. Por tanto, los otros -los profesionales, la familia, los amigos o los voluntarios- son esenciales en el desarrollo del proyecto vital de las personas mayores teniendo un papel clave en el ejercicio de su autodeterminación y en el logro de su bienestar.

Cuando se ensalza al máximo la autonomía, aparece también el derecho a gestionar total y definitivamente la propia vida. Adela Cortina dice: “El problema reside en si el reconocimiento de la autonomía de las personas puede conducir, dado que la vida no se mide solo por la cantidad, sino también por la calidad, al derecho a pedir a otros, especialmente al médico, que les quiten la vida.

La autonomía no es el punto final. O al menos no debería serlo. Decir que una decisión ha sido autónoma no dice nada sobre su bondad, simplemente comunica que se ha realizado sin constricción.

José Carlos Bermejo

 

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