Me interpela mucho la expresión del autor de la primera carta de Pedro, cuando exhorta a estar siempre dispuestos a dar razón de la esperanza, pero me interpela aún más cuando dice cómo: hacedlo con dulzura y respeto [1 Pe 3,15.16].

La esperanza es un poderoso desencadenante de salud biológica, mental, emocional, relacional y espiritual. «Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva» [Spe salvi, 2]. Sin ella, literalmente, moriríamos. Llevo años empeñado en investigar sobre la esperanza. He realizado varios trabajos de campo en torno a este dinamismo esencial de la vida humana. He publicado un libro con mis reflexiones durante la pandemia: La esperanza en tiempo de coronavirus [Sal Terrae, 2020].

Este libro profundiza y, al mismo tiempo, concreta esta línea de reflexión, ofreciendo ahora al lector las claves y las dimensiones concretas [los «apellidos»] en los que se despliega la esperanza en la vida de las personas.

Al escribirlo, pienso en tantas personas que están atravesando una noche oscura y buscan luz, y no saben cómo nombrar ese dinamismo. También en tantas otras que acompañan en el sufrimiento y quieren «infundir esperanza», pero a menudo se sienten -como yo- pobres con las palabras para describir de que se trata y ser capaces de ayudar a encontrarla y sostenerla.

 

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