Orar, hacer oración, rezar, es una práctica cada vez más de minorías. Parecemos conservadores, trasnochados, “de la tercera edad”, salvo algunos grupos de jóvenes sospechosos de fundamentalismos o trastornos mentales.
Sin embargo, orar es un ejercicio humanizador, saludable. También necesitado de ser humanizado. Quien lo hace con textos poéticos, fragmentos de la sabiduría bíblica, encuentra en ellos una palabra muy poderosa, inexcrutable, riquísima en estímulos psico-espirituales, saludables para la vida personal y relacional, para la promoción de la compasión y la justicia.
El abandono de las prácticas de oración disminuye la capacidad de introspección, de relajación, de apertura a la alteridad, de búsqueda del bien. La no práctica de la oración, nos pierde en la conjugación de algunos verbos, como agradecer, perdonar, despedirse, honrar, respetar.
No faltan quienes dejan de orar porque les da vergüenza. Es la soberbia del sano y quizás también la temeridad del ignorante, que se proclama suficientemente adulto como para no necesitar una alteridad trascendente.
Orar, digámoslo con sinceridad, es saludable. Humaniza.
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