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Navidad y empatía

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2004

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Celebrar la Navidad es hacer fiesta por el misterio de la Encarnación según el cual los cristianos creemos que Dios se hizo hombre en la persona de Jesús de Nazaret, se humanizó y vivió como nos relatan los de su época y los estudiosos. Esto es lo que celebramos. Los creyentes de otras religiones tienen otras fiestas. Pensándolo bien, esta hermosa fiesta, que ha ido tomando un tinte muy familiar, no es otra cosa que celebrar la empatía de Dios con la condición humana.

Y creo que existen razones más que justificadas –y hermosas- para relacionar la empatía con este misterio de la Encarnación que celebramos festivamente.

Salir y entrar

Es difícil que pase la Navidad sin que contemplemos más detenidamente las imágenes de los niños, las reales y las que representan al Jesús histórico, como es difícil también que no nos aproximemos más con las personas que nos importan, con gestos de bondad, con buenos deseos y con familiaridad.

Pues bien, esta proximidad y particular atención que prestamos a lo pequeño, esta celebración del abajamiento de Dios y de su penetración en nuestro mundo concreto, es el corazón del significado de la palabra empatía.

La empatía tiene de salida de sí mismo (como Dios al encarnarse) y de entrada en el mundo del otro, en el pequeño –¡y grande!- mundo de los sentimientos, de la intimidad, de los significados que las cosas tienen para él.

Este proceso de salida y entrada, que con acierto podríamos llamar de “encarnación” es una actitud fundamental en cualquier proceso de humanización y en cualquier relación terapéutica. De hecho también la palabra humanizar procede de aquella otra más antigua: humanar, que se refiere a Dios que se humana, que se abaja, que entra en nuestra condición y se humaniza.

Bien podríamos prestar una particular atención al celebrar la empatía de Dios en Navidad, a la importancia de la encarnación, del abajamiento, de la penetración en el mundo interior del otro, de la humanización, tan necesarios en todas las relaciones de ayuda.

Una palabra tan manida

A fuerza de difundirse la palabra empatía, está pasándole como a la Navidad, que olvidamos su verdadero significado y nos quedamos con lo más superficial. Fácilmente confundimos la Navidad con unas vacaciones o con la parte tangible, pero más superficial, de la celebración. Fácilmente confundimos la empatía con la cordialidad, con el sentirse bien en las relaciones, con una relación bidireccionalmente agradable.

Sin embargo, como tal actitud, con su componente afectivo, cognitivo y conductual, supone ponerse entre paréntesis a sí mismo, despojarse de los propios puntos de vista para adoptar el marco de referencia del ayudado. Como hizo Dios al encarnarse.

En efecto, con demasiada frecuencia es confundida la palabra empatía con el significado de otras palabras que le pueden hacer bien a las relaciones interpersonales en general y las de ayuda en particular. Así, se la suele confundir con uno de los significados de la palabra simpatía, actitud espontánea que hace agradable una conversación por atracción, confianza o identificación emocional.

La empatía es otra cosa. Supone hacer el esfuerzo por identificarse con la persona del que sufre haciéndose el esquema mental: "también yo, si fuera esta persona, en una situación como la que está viviendo, sentiría lo que estoy percibiendo que siente", y por eso lo intento comprender, aún a sabiendas de que esto me afecta a mí, repercute sobre mí, hace que también yo tiemble y pueda perder mis falsas seguridades o defensas detrás de las máscaras. Porque la empatía nos hace entrar en contacto con la propia vulnerabilidad y por eso es importante saber retirarse debidamente de esta necesaria implicación emotiva para no quedarnos en la superficie ni ahogarnos con quien se encuentra en el fondo de su pozo, de su sufrimiento, de su oscuridad.

Dos extremos

A veces, cuando hablamos de humanización de la asistencia al enfermo y, en concreto, de un trato humano y empático de los profesionales sanitarios, es fácil pensar que lo que se espera es encontrar profesionales sensibles que sean capaces de sufrir con el paciente y tiernos hasta el punto de comportarse en todo como un familiar o un ser querido. Compartir el dolor del otro, entonces, terminaría siendo el despliegue de lo que etimológica­mente significa "simpatía" (padecer con), una disposición que llevaría a confirmar o agravar el sentimiento de impotencia vivido por ambos. Sentir dolor cada vez que el enfermo siente dolor, experimentar angustia cada vez que el enfermo experimenta angustia, sería una locura.

El otro extremo, adoptado por quienes en el acompañamiento a los que sufren ya han hecho un largo camino o en quienes dicen abiertamente que no quieren ser afectados por el dolor ajeno porque ellos tienen su vida y tienen que vivirla, sería la neutralidad afectiva, propuesta, por otra parte, a muchos profesio­nales como mecanismo para defenderse y poder resistir en el contacto frecuente con las situaciones angustiosas y dramáti­cas.

La cuestión es que la neutralidad afectiva no es posible para personas mínimamente sensibles y la implicación sale a un alto precio emocional. ¿Dónde está el equilibrio? El equilibrio es la actitud empática y viene dado por la buena comprensión de esta disposición interior.

El riesgo de no vivir saludablemente el necesario distanciamiento en la actitud empática puede llevar a lo que se conoce como la trampa del mesías, es decir de la persona que no sabe separarse saludablemente, pudiendo incluso considerarse imprescindible, con el consiguiente riesgo de co-dependencia o situación en la que el ayudante termina dependiendo del ayudado por contratransferencia.

Es necesario, por tanto, tener en cuenta que el comportamiento prosocial requiere un cierto control o mediación cognitiva en los procesos de implicación emocional propios de la empatía.

Radar emocional

Si por un lado, un déficit en nuestra capacidad de autoconciencia emocional nos lleva a ser vistos como analfabetos emocionales (iletrados en el "abc" del reconocimiento de las propias emociones), una insuficiencia en nuestra actitud empática es el resultado de una sordera emocional, pues a partir de ello, no tardan en evidenciarse límites en nuestra capacidad para interpretar adecuadamente las necesidades de los demás, aquéllas que subyacen a los sentimientos de las personas.

Por eso la empatía es algo así como nuestro radar emocional que nos permite navegar con acierto en el mar de nuestras relaciones. Si no le prestamos atención, con seguridad equivocaremos el rumbo en la comunicación y difícilmente llegaremos a buen puerto.

Las personas que se disponen poco en la actitud empática tienen dificultades para leer e interpretar correctamente las emociones de los demás, no saben escuchar, y muchas veces son ineficientes leyendo las señales no verbales, razón por la cual pueden evidenciar una torpeza social, al aparecer como sujetos fríos e insensibles. Los individuos que manifiestan incapacidad empática no saben leer su radar social, por lo que –algunas veces sin proponérselo– dañan la intimidad emocional de quienes tratan, pues al no validar los sentimientos y emociones del otro, éste se siente molesto, herido o ignorado.

En el grado extremo de la carencia de esta actitud están, por una parte, los alexitímicos (personas incapaces de expresar los propios sentimientos y de percibir adecuadamente los de terceros) y, por la otra, las personas antisociales o los psicópatas, quienes guardan poca o ninguna consideración por los sentimientos ajenos y pueden más bien, en muchos casos, manipularlas en propio beneficio.

Una persona empática puede ser descrita como una persona habilidosa en el arte de encarnarse, de vivir la Navidad cotidianamente en las relaciones, en leer las situaciones mientras tienen lugar o mientras están siendo narradas, ajustándose a las mismas conforme éstas lo requieran.

 

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