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La medicina enferma

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2007

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Hace tan solo 5 años que murió Iván Illich en la Universidad de Bremen en Alemania. Era un hombre intensamente bueno con sus semejantes (en particular con la gente pobre y sencilla), pero despiadadamente crítico de las instituciones y creencias que socaban la libertad y la convivencia pacífica de los hombres que luchan cotidianamente por su libertad y cultura. A él le debemos una saludable crítica a la medicina y al potencial de enfermar de los hospitales.

En efecto, Iván Illich fue un crítico que cuestionó la modernidad y la exagerada confianza que había depositado en el desarrollo y el avance tecnológico e industrial. Aunque su pensamiento no se redujo al ámbito de la medicina, en “Némesis médica, la expropiación de la salud”, puso en duda las estructuras, los sistemas y sobre todo las instituciones sostenidas en aparatos inmersos en la enajenación, el ansia de poder, dominio y jerarquía, hablando particularmente de la capacidad del sistema de salud de generar enfermedad: la conocida yatrogenia.

La crítica que él hizo se centró en recordar al hombre que las instituciones fueron creadas, en principio, con el fin de ayudarlo y servirle, y no al revés, como en el mundo moderno, en el que el hombre vive y muere al servicio de la institución.

A su sombra, o a su luz, o en su línea, hoy me atrevo a hablar de algunas patologías de la medicina, no centrándolas en los médicos, sino en el sistema sanitario tal como lo hemos construido en los países avanzados y en los profesionales que se dan cita en la búsqueda de la salud en las estructuras sanitarias.

Algunas patologías

Sin despreciar el mundo médico –mucho menos a los profesionales que ejercen el arte galeno-, y sin querer exagerar, creo que podemos afirmar que la medicina está enferma. Contribuimos como agentes patógenos de las enfermedades que padece todos: los profesionales que se dan cita en el sector, los pacientes, las familias, los políticos: el ciudadano, en el fondo.

Un ágil diagnóstico –y no por ello superficial- de la medicina, nos permitiría decir que padece, entre otras, las siguientes patologías:

Sabemos de la enfermedad de la hemiplejia que padece la medicina, centrándose con mucha frecuencia exclusivamente en la parte biológica y reduciéndose a una medicina biologicista vacía de antropología y que da la razón a aquel alumno de medicina que se expresaba así: “nos enseñan a contar mitocondrias hasta con los dedos de los pies, pero no nos enseñan a escuchar”. Sabemos del  estrabismo ético que padece la ética médica cuando, mirando los problemas, los reduce a dilemas y se centra casi exclusivamente en los de alta intensidad y baja frecuencia, que se dan especialmente allí donde hay “sobredosis de tecnología”, olvidándose de la ética de la cotidianeidad y del cuidar. A veces el estrabismo lleva incluso a impedir ver el mismo problema ya no en su complejidad, sino como tal problema. Conocemos la miopía médica que padece la tendencia a ver sólo lo procedente de la así llamada “medicina basada en la evidencia”, y reconociendo sólo el carácter científico a cuanto procede de un tipo de ciencia que da poco espacio a la inteligencia emocional y a la consecuente “medicina basada en la afectividad”. Sabemos de la iatrogenia social a la que se refería Iván Illich, y que consiste en esa excesiva dependencia irracional de los médicos y los medicamentos, un gasto exagerado en lo rutinario e incluso en lo inútil. Es una forma de patologización de la sociedad, de parálisis de la capacidad humana de integrar el sufrir y el morir en su propia condición limitada. Sabemos de la anoxia del tejido relacional producida cuando la palabra se convierte en vil bisturí o el silencio refleja la incompetencia relacional o emocional de los agentes de salud o el paradigma paternalista sigue imperando en las relaciones profesionales. No se nos escapa una cierta paranoia médica que colorea a la sociedad cuando experimenta delirios de grandeza con las posibilidades supuestamente omnipotentes de intervención en las patologías y cuyo pensamiento distorsionado está asociado al narcisismo que nos impide hacer la paz con la vulnerabilidad humana y la muerte. Sufrimos una quejorrea de repetición que nos lleva a lamentarnos de cuanto no va bien en salud, olvidando que la lamentación es sólo la primera parte del dinamismo de la esperanza, que ha de llevar a comprometerse personalmente en iniciativas concretas de mejora. Padecemos, en este conjunto de patologías de la medicina y la cultura médica de la que todos participamos, una cierta atrofia de algunos sentidos (entre los cuales, sin duda el sentido común, con cierta frecuencia), particularmente la vista, padecida en escaso uso de la mirada; el tacto, padecida en forma del contacto físico en las relaciones profesionales; por no hablar del mal gusto de tantas situaciones y de la escasa escucha desplegada en las relaciones pretendidamente terapéuticas. ¿Tiene cura la medicina?

Pues bien, sin querer exagerar –de lo que se le acusó también a Iván Illich por su fuerte crítica hecha en “Némesis médica”, estoy firmemente convencido de que el movimiento paliativo constituye una medicina para la medicina enferma.

Estoy convencido de que los instrumentos básicos de los Cuidados Paliativos, por todos conocidos: La particular atención al control de síntomas, la relevancia reconocida al apoyo emocional, el esmero en realizar los necesarios cambios en la organización, el empeño en trabajar en equipo e interdisciplinarmente, la concepción terapéutica activa (incluso cuando muchos creen que “ya no se puede hacer nada”), el cuidado y la  importancia concedida al ambiente; así como el reconocimiento del papel de la familia como aliada y destinataria de los cuidados en un marco que se pretende promover el máximo de autonomía y dignidad posible… constituye una oportunidad privilegiada de sanación de la mentalidad médica imperante en profesionales y legos.

La cultura paliativa saca a la luz la dimensión inconsciente de la omnipotencia humana que se esconde en el interior de la racionalidad técnica médica y que provoca, por ejemplo, que ocupen un lugar tan exiguo –o incluso nulo- los psicólogos en el ámbito de la salud.

Hay en esta cultura paliativa una particular sabiduría del corazón que bien pudiera ser el resultado de las implicaciones que tendría seguir aquella exhortación de San Camilo a sus compañeros de “poner más corazón en las manos”.

Estoy convencido de que la “cultura – filosofía – medicina … el hacer, en el fondo, paliativo” puede constituir un fármaco para alguna de las enfermedades de la medicina. Quizás por eso estamos promoviéndola, haciendo planes autonómicos, empezando a reconocerla con la carta de ciudadanía que merece.

Está claro, en todo caso, que el terapeuta está dentro de cada uno de nosotros: nuestro médico interior del que somos decididamente responsables.

 

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