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La espera y la esperanza

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2008

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"¿Qué razones tengo yo para esperar? Me lo diga usted. Usted que me conoce, dígame qué puedo esperar yo todavía. Pero sinceramente; no me tome el pelo como todos los demás que no saben decir más que: ¡Ya verás que las cosas irán mejor! ¿Qué significa "mejor" para mí? Tengo la cabeza que... nadie puede imaginar cómo tengo la cabeza... No puedo ni estar sentado, ni leer. Ya no me queda nada. No me queda nada. Y aún así, tengo que esperar. Así lo quieren. Además de estar desesperado, tengo que disimular que no lo estoy. Dígame qué hago yo con este mal. ¡A veces ya no puedo más! Tengo miedo, pero deseo morir de una vez. ¡Dígame usted, ¿qué tengo que hacer, qué tengo que esperar?"

Así se expresaba un paciente a su visitante, deseoso de ofrecerle soporte emocional y espiritual. Con este realismo de quien, en medio del sufrimiento, se dirige a alguien de manera angustiosa y así muestra su esperanza. Ese es el color de la esperanza de quien está desesperado, que no desesperanzado.

Cómo es la esperanza

Fue Laín Entralgo quien dio título a un libro suyo con estas palabras: la espera y la esperanza. El sufrimiento de las pérdidas que acompañan a la enfermedad, impone una experiencia de pobreza, donde la esperanza muestra su verdadero rostro, su ser “constitutivum de la existencia humana” que trasciende el mero optimismo de que las cosas se solucionarán.

En efecto, esperar no es so&ntildntilde;ar con el cambio de negro a blanco, de enfermedad a salud, de proximidad de la muerte a liberación de ella. Esperar, que se puede expresar también de esta manera, es un modo de vivir “que va con nosotros”, con la condición humana.

Y así, podemos decir que el esfuerzo por infundir esperanza es el factor humano-terapéutico más importante.

La esperanza que dinamiza el momento presente y fundamenta el encuentro y el diálogo, se debe concretar en el enfermo y sus acompañantes en un conjunto de actitudes. Así, la esperanza, "no se adapta", no se queda satisfecha hasta el cumplimiento del deseo o de lo prometido. La esperanza no se reduce al mero deseo, ni al mero optimismo superficial del "todo se arreglará". La esperanza no está reñida con la inseguridad (la "seguridad insegura" dice Laín Entralgo); más aún, "la seguridad no pertenece a la esperanza", dice Sto Tomás.

La esperanza conlleva el coraje, que no se reduce a la mera vitalidad, al simple instinto por sobrevivir, sino que supone el coraje paciente y perseverante que no cede al desánimo en las tribulaciones. El coraje, en muchas situaciones se traduce en paciencia, en "entereza" o "constancia" (gr. "Hypomoné").

La paciencia que tan esencialmente pertenece a la esperanza, expresaría en forma de conducta esa conexión entre el futuro y el presente. La esperanza se realiza, cuando es genuina, en la paciencia. La esperanza es el supuesto de la paciencia. Esperanza y paciencia se hallan en continua relación.

"Mire, decía un enfermo, lo he descubierto en estos meses: la esperanza es como la sangre: no se ve, pero tiene que estar. La sangre es la vida. Así es la esperanza: es algo que circula por dentro, que debe circular, que te hace sentirte vivo. Si no la tienes estás muerto, estás acabado, no hay nada que decir... Cuando ya no te queda esperanza es como si no tuvieras sangre... Quizás estés todo entero, pero estás muerto."

La esperanza, pues, es fuente de paciencia y quien se ejercita en la paciencia en medio de las dificultades, acabará sintiendo que su vida se abre hacia una meta consoladora y esperada. Y la paciencia supone confianza. La paciencia, no obstante, no implica la falta de "intranquilidad", en cierto sentido, de "impaciencia".

Incluso la desesperación forma parte de la dinámica de la esperanza. El desesperado aún espera, siente que puede esperar aunque no sepa el objeto de su esperanza. El gran riesgo de la desesperación es que termine en la desesperanza. En este estado, el sujeto no solamente no tiene un proyecto, sino que, además, está seguro que nunca lo tendrá. Su vida no solamente no tiene ningún sentido, sino que está seguro de que no lo hay, y no puede haber nada, capaz de dar a su propia existencia un sentido verdaderamente satisfactorio.

En último término, para el creyente, la esperanza se traduce en abandono en Dios, en quien se deposita el máximo de confianza. Abandonarse en Dios en total confianza no significa una actitud pasiva de resignación. Más bien tiene lugar una dialéctica entre lucha y aceptación. Es una lucha que acepta que Dios diga la última palabra, una lucha como expresión de la esperanza y vivida desde la aceptación en la que la persona es sujeto.

Más allá de las esperanzas particulares de nuestra vida en el tiempo, el creyente experimenta una esperanza que va más allá del tiempo, no para evadirnos de la historia, sino para introducir en el corazón del mundo una anticipación del "mundo futuro" del que los creyentes desean ser, de alguna forma, presencia sacramental

Cómo infundir esperanza

Ahora bien, ¿cómo infundir esperanza en el acompañamiento? El símbolo de la esperanza es el ancla. Infundir esperanza no es otra cosa que ofrecer a quien se encuentra movido por el temporal del sufrimiento, un lugar donde apoyarse, un agarradero, ser para él ancla que mantiene firme, y no a la deriva, la barca de la vida. Ofrecerse para agarrarse, ser alguien con quien compartir los propios temores y las propias ilusiones; eso es infundir esperanza.

Acompañar a vivir en clave de esperanza no significa promover una sensación de seguridad que anule la incertidumbre y la inseguridad. La seguridad no pertenece a la esperanza, dice Santo Tomás. La esperanza es hermana del coraje paciente y perseverante, de la constancia, de la impaciencia (paradójicamente), del abandono…

Cada encuentro, cada relación de ayuda significativa, cada diálogo basado en el amor, es sacramento de esperanza. Porque no habrá motivo para esperar mucho del futuro si los signos de la esperanza no se hacen visibles en el presente.

El acompañamiento en salud está llamado a infundir esperanza en una encrucijada de sufrimiento y oscuridad, una esperanza que permite mirar más allá de la satisfacción de los deseos inmediatos. Para el creyente se trata de un acto de fe en que la muerte no tendrá la última palabra. Una espera en cosas futuras, por importantes que sean, no tendrá nunca el valor de las esperanzas de los hombres que se confían a un futuro no se llama sinsentido ni vacío, sino un futuro que se llama liberación (del sufrimiento, de la soledad, etc.), comunión con quien se ama, con aquel o aquella persona o personas a las que se siente vinculada la persona.

Quien espera, no espera en el futuro simplemente como en un mundo feliz, sino que espera en conquistar y alcanzar la realización de todas las aspiraciones del hombre a la comunicación personal, al amor y a la perfección; a la felicidad.

Ahora bien, esta realización total del deseo de comunión y liberación plena, ¿es una fuga en el futuro ante la dura situación presente y ante el evidente fracaso por la situación de enfermedad o proximidad de la muerte o se encarna como un dinamismo actual?

La necesidad de mantener relaciones basadas en el amor en el presente, ¿puede mantenerse sin futuro?

Por su propia naturaleza, la esperanza dinamiza el presente, lanza a vivir el amor en las circunstancias concretas de la vida, hace que las relaciones del ahora sean vividas como la anticipación de una liberación y una comunión profunda deseada en lo más hondo del corazón.

La relación con el enfermo puede ser anticipación de la deseada liberación y comunión. El contenido de la esperanza ya ha comenzado en el interior de quien vive con sentido, de quien espera y encuentra. Vamos gozando de antemano y en pequeñas dosis las fuerzas del mundo futuro. Cada encuentro, cada relación significativa, cada diálogo que el agente de salud logra establecer en el amor, es sacramento de la esperanza. Porque no habrá motivo de esperarse mucho del futuro si los signos de la esperanza no se hacen visibles en el presente.

Esperanza, trascendencia y fe

La intervención en salud debe estar embebida de la verdadera esperanza, la que supera la simple búsqueda de la satisfacción de los deseos y tiene sus raíces en una dimensión que nos trasciende.

Cada vez que nos “ponemos en pie”, resucitamos. Cada vez que conseguimos que triunfe la vida y el amor sobre cualquier forma de dolor, sufrimiento o muerte, apostamos y experimentamos el contenido de la resurrección, para quienes creen en ella. Así, los cristianos creemos “en la resurrección de la carne”.

Cada día, cuando sale el sol, resucitamos al alba, a la relación, a la carne. Nos ponemos en pie (los que podemos), pero todos simbólicamente, para afrontar las cosas de la vida. El día es nueva vida, es oportunidad para ver y mirar las cosas con mirada renovada, con esperanza comprometida.

También las relaciones en salud producen resurrección: cada vez que una persona empuja a otra para que supere cualquier dificultad, ha sido instrumento de resurrección. Donde había abatimiento, hay postura erguida; donde había soledad, hay comunión.

La carne es débil, sí. Lo es porque enferma y porque es vulnerable. Lo es la persona entera, en el fondo, y eso es su genuino significado. Pero la carne es buena. Dios mismo la asumió y se encarnó. Así lo miran los creyentes. La carne, nuestra carne, nuestra condición carnal, es nuestra posibilidad de relacionarnos unos con otros. La carne es puerta de acceso a la experiencia de placer, pero no solo eso. La carne es posibilidad de aproximarnos, de vincularnos, de querernos tangiblemente. Es vínculo y vehículo, es expresión.

No, no es fácil creer en la resurrección. No lo es cuando la muerte se impone con su ley incontestable, cuando lo hace en situaciones inesperadas, de manera violenta, por accidente, en edad temprana y en tantas y tantas situaciones, como un cáncer avanzado.

De manera intensa experimentamos confusión, aturdimiento, sinsentido, vacío, soledad, irracionalidad, desgarro. Se nos rompe el corazón y muy difícilmente somos capaces de tender hilos entre la razón y el sentimiento.

Sin embargo, si escuchamos allá en el corazón, en alguno de los últimos rincones, no podemos más que reconocer que la muerte no puede tener la última palabra.

La experiencia del amor es más fuerte que la de la muerte. Y esperar en la resurrección no es más que abandonarse al reconocimiento (no a la demostración) de que el amor reclama eternidad y de que de alguna manera no explicable con categorías meramente humanas, nuestra vida, al terminar, será transformada y plenificada.

Pensar la resurrección no puede consistir en lanzar a un futuro un modo de vida como la de ahora, pero en otro lugar. No. Creer en la resurrección es apostar y comprometerse para que la vida y el amor digan siempre una palabra más honda y sonora que el sufrimiento y la muerte.

Más allá del aquí y ahora de nuestra vida en la tierra, más allá de la muerte, el tiempo y el espacio no existen. Resucitar, por tanto, no puede ser ir a otro lugar a vivir felices. Este modo de expresarnos nos ayuda a decir lo que creemos, como otros muchos, como hablar del cielo, el paraíso…

Resucitar es más bien, dejarse levantar por Dios cuando nosotros nos sentimos caídos y abatidos, doloridos y muertos. Resucitar es dejar que Dios diga y haga y sea en nosotros todo y para siempre.

Entender así la resurrección es también un compromiso comunitario de fe, de trabajo por la salud, el amor y la justicia, porque Dios y su palabra (Jesús) constituyan buena noticia de amor para toda la humanidad.

Trabajar por el desarrollo y la integración es situarse en el corazón de la fe en la resurrección. La resurrección deja de ser fundamentalmente un suceso para convertirse en una dinámica vital del creyente que implica todas sus relaciones y hace que sean fuente de vida y de verdadera sanación.

Quizás, la esperanza es como esa niña pequeña que, entre las adultas, juega, empuja y anuncia el futuro. Habrá esperanza en medio de la enfermedad si dejamos jugar a la niña entre nuestras rodillas y –con su extraña racionalidad- nos transformará el presente hacia un futuro mejor.

 

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