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Discapacidades del corazón

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2003

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Fue ayer mismo cuando una persona con parálisis cerebral, por correo electrónico hacía esta consulta a nuestro Centro de Escucha (que también hace relación de ayuda –con sus límites- a través de este medio): “Estoy discutiendo con una amiga sobre mi relación con mi novio Jesús; ella dice que nunca relaciones prematrimoniales, que no es cristiano ni de la Iglesia... (discapacitada, enferma, se refugia en su fe). Está convencida de que estoy pecando. A estas alturas... ¿Qué dice la Iglesia? Creo que lo importante es lo que piense yo, pero me gustaría que me ayudaseis. Quizá yo sí querría dar un paso más... Las relaciones nunca son sencillas.

No me ha resultado difícil responder a la demanda interpelando la responsabilidad personal en el discernimiento e instando a una visión positiva de las relaciones sexuales que constituyan una forma de expresión del amor, una forma de comunión y de gozo recíproco humanizado.

Discapacidades del espíritu

Sin embargo, recibir esta consulta me ha hecho pensar sobre algunas discapacidades que me parece percibir en el espíritu.  No puedo evitar evocar las discapacidades que también las personas y las organizaciones tienen cuando piensan, se pronuncian, actúan. Porque en los pensamientos y planteamientos, reflexiones y convicciones, relaciones y patrones de relación, etc., las personas podemos movernos también de manera muy limitada, muy discapacitada. No sé muy bien por qué, pero creo que las discapacidades y las barreras que nos habitan en el corazón y en el espíritu de los que nos consideramos “normales”, pueden ser, en muchas ocasiones, discapacidades más severas para la felicidad que las mismas discapacidades físicas y mentales.

Si en el mundo físico la discapacidad se asocia a pérdidas, carencias, anormalidades, restricciones en relación a lo esperado, lo funcional, lo que permite un despliegue de las mejores potencialidades humanas, en el mundo relacional, también hay discapacidades, no siempre reconocidas.

En efecto, las discapacidades no afectan sólo a los individuos, sino a organizaciones enteras; a veces a países y quizás se podría decir que a culturas enteras (cuando éstas más bien son a-culturas). Las organizaciones discapacitadas acusan limitaciones en la libertad de los individuos, en el reconocimiento de la autonomía de los mismos, en la confianza en los recursos de cada miembro, en el aprecio de las posibilidades, en la gestión de los activos, en la libertad de pensamiento, provocando marchas forzadas y controladas por la fuerza de la limitación.

Sí, estoy convencido, por ejemplo, de que son demasiados los reclamos y los miedos ante supuestos teólogos moralistas heréticos (o supuestos heréticos), cuyas obras ni siquiera suelen estar en manos de la “gente de a pie”, desproporcionadas las consignas o normas morales en torno a la sexualidad en relación a las pocas las voces que, desde la misma instancia, reclamen justicia y honestidad, legalidad y solidaridad, responsabilidad de los individuos y de los colectivos.

Recuerdo una vez que, en un Congreso en el que participaban un significativo número de personas con discapacidad física –en silla de ruedas la mayoría de éstas-, se celebraba una Eucaristía y el responsable de la estructura que acogía a los centenares de personas impidió hacerlo en el salón donde no había barreras arquitectónicas, obligando a celebrarla en la capilla situada en el subterráneo no comunicado con ascensor, sino por escaleras. El grupo de personas que nos quedamos junto a ellas, sin bajar, reflexionamos –entre otras cosas- sobre la discapacidad de quien tomaba aquella decisión, mucho más limitante que la limitación impuesta por la imposibilidad de bajar las escaleras.

En efecto, si hablamos de timidez o de introversión excesiva, de suspicacias o de desconfianza, de celos, de moralización, de cosificación del otro, de obsesiones, de resistencia al cambio, podríamos empezar una lista de discapacidades, de carencias, restricciones, pérdidas, anormalidades, que generan relaciones disfuncionales y, en muchos casos, no sanas.

Beneficios secundarios de la discapacidad

De todos es conocido que las personas con discapacidad –como por otra parte toda persona con ocasión de la enfermedad, de la dependencia y en otros momentos de la vida-, pueden hacer un mal uso de la dependencia o de la limitación aprovechándose de ella y convirtiéndose en elementos pasivos, tiranos, irresponsables, aprovechados, no desplegando sus capacidades en toda su potencialidad.

Y es que toda discapacidad puede tener sus beneficios secundarios, liberar de responsabilidades, ser tratado con privilegios (excepciones a la ley), que pueden resultar, en algunas circunstancias, agradables y beneficiosos. No es infrecuente que también estos beneficios sean promovidos por aquellos que cuidan o se relacionan con las personas con discapacidad, dibujando un modelo de relación basado en la excesiva tolerancia, en la incapacidad para confrontar, en acceder a caprichos o, cosa que chirría aún más al sentido común, en un modo de hablar “blandengue” del que se diría adecuado para tratar con un niño más que con un adulto con alguna discapacidad.

Pues bien, también las discapacidades de la relación, del espíritu o del corazón, que afectan a individuos y grupos, y a las que nos estamos refiriendo, pueden tener sus beneficios secundarios, motivos por los cuales a veces se convierten en opciones maquiavélicas más que en límites naturales.

La minimización del riesgo, la escasa implicación personal, el no compromiso en la reflexión y adopción de puntos de vista interiorizados y personalizados, el poder, el beneficio económico, la tranquilidad de conciencia, la sensación de cumplimiento, la pulcritud de las formas, la exclusión de las mujeres, los dogmatismos y otros muchos, pueden ser beneficios de discapacidades del espíritu llamado a relacionarse en libertad y responsabilidad.

Ayudar en las discapacidades del corazón

Para quien se encuentra en medio de personas e instituciones marcadas por discapacidades en el corazón, en las relaciones interpersonales, en los modos de proceder, en los modos de pensar, no veo otro modo que reclamar con coraje algunas características de la propia condición humana como son la libertad y la responsabilidad.

Acompañar a comportarse libre y responsablemente constituye un reto para las relaciones de ayuda que pretenden no sólo ser comprensivas y confrontadoras de las situaciones problemáticas, sino también promovedoras del crecimiento humano y personal de los demás.

Y es que, a mi juicio, algunas de estas discapacidades, no son sino “de posición”. Cuando los seres humanos “nos ponemos de pie”, caminamos con soltura –sin demasiadas ataduras ni intereses-, miramos al frente con libertad, nos comportamos en conciencia, hablamos con claridad, expresamos sentimientos, no nos dejamos aplastar por miedos, nos liberamos de las ansias de poder, superamos legalismos, respetamos la diversidad, nos esforzamos en ser mínimamente auténticos, entonces, estamos superando discapacidades que nos pueden deshumanizar.

Si las discapacidades físicas y mentales a veces son graves y muy limitantes, las discapacidades de la libertad, del espíritu, del corazón, pueden generar monstruos encorvados sobre sí mismos, agarrados a las muletas del poder, encerrados en su propia cárcel, víctimas de las ambiciones de seguridad.

Las discapacidades del espíritu o del corazón surgen cuando se les corta las alas al amor. Quizás, personas e instituciones, además de hacer una cierta paz con los propios límites, tengamos también el reto de liberarnos de aquellos que nos ponemos a nosotros mismos sin ningún otro objetivo ni verdadero beneficio que la comodidad interior y la seguridad externalizada.

Ser humano y vivir humanamente es soltar las ligaduras, las muletas, las cadenas del espíritu y volar siendo sí mismo, peligrosa y apasionadamente libre y responsable.

 

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