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Desnudez en la ayuda

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2002

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Me cuenta Yolanda, al presentar sus dificultades personales en una sesión en el Centro de Escucha San Camilo, que hay varias personas que la buscan para que les cuente sus problemas. Como si estuviesen deseosos de verla vulnerable, débil, de conocer los problemas que tiene. Quizás contribuya que es psicóloga y pudiera tener más morbo.

Y entonces yo me pregunto si en las relaciones de ayuda no hay algo de voigeurismo, como también algo de pudor. Uno y otro, por extremos opuestos, influyen –a buen seguro- en la relación, reconociéndole a ésta el carácter de intimidad, reclamando la confidencialidad, mostrando algunos riesgos de la relación de ayuda y la delicadeza de la misma.

Morbo y voigeurismo

En efecto, cuando Yolanda narra que pululan en torno a ella y quizás especialmente por ser profesional de la ayuda, algunas personas a la búsqueda de que se cuente, de que presente su vulnerabilidad y sus problemas, no hace más que referir la tendencia presente en diferente medida en todo ser humano, pero más visible en las personas a las que refiere, de buscar la desnudez ajena.

Encontrada, descubierta, narrada la vulnerabilidad, el ayudante tiene más poder, se siente de alguna manera superior, capaz de controlar, en desigualdad de condiciones, la vida ajena, capaz de emitir juicios moralizantes (en el peor de los casos), expresiones de comprensión y acogida de manera generosa y delicada.

En efecto, escuchar los problemas ajenos tiene algo de acceder a la desnudez del otro. No tanto a la desnudez del rostro –de la que nos habla Levinás-, cuanto a la desnudez interior, a la del corazón, a la más íntima. Por eso, cuando un profesional de la ayuda lo hace, se requiere una delicadeza muy especial; la delicadeza propia de quien accede a lo sagrado, a lo íntimo, a la cocina, a la trastienda. A la vez que hacerlo con naturalidad y soltura, se requiere una buena dosis de respeto profundo.

Es precisamente esta delicadeza y acogida la que inspiran confianza y permiten al ayudado invitar a pasear por los subsótanos de la intimidad para poner un poco de orden, limpiar, barrer, recoger escombros, renovar aires y sanar pasado y presente, restaurando los entresijos del corazón.

Sin embargo, la búsqueda morbosa de que el otro presente sus problemas puede constituir un síntoma de una alteración del ayudante, tanto antes como durante un acompañamiento a una persona. El morbo, según el diccionario, es, en sentido figurado, un interés malsano por personas o cosas, una atracción hacia acontecimientos desagradables. Cuando esto se da, estamos ante un ayudante necesitado de autoanálisis en el campo de sus motivaciones y, probablemente, de sus necesidades y de sus afectos.

Pero quizás esta tendencia no sólo la encontramos en ámbitos de relación de ayuda y en personas enfermizas, sino también sea una tendencia frecuente que se revela especialmente en ese tipo de personas que ocupan buena parte de sus conversaciones bien entretenidas en darle vueltas a la dimensión negativa de la vida humana, de las personas de su entorno y hacen exhibicionismo de negatividad y sufrimiento, como si regodeándose en él satisfacieran una extraña necesidad de confirmar que nuestro entorno no es sino un valle de lágrimas y un escenario donde sólo tienen lugar escenas melodramáticas. Una especie de afición a sacar los trapos sucios de todos sin ninguna intención de contribuir a lavarlos. Y como si para el humor, la belleza, la admiración de la bondad y el gozo no hubiera lugar o sólo se lo pudieran permitir los frívolos.

Pudor y miedo

La otra cara de la moneda la encontramos en las personas que tienen dificultad a acceder a cuanto tenga alguna connotación de intimidad de los demás.

Enarbolando la bandera del respeto, no osan preguntar o caminar de manera resuelta por los senderos personales e íntimos de los demás en las relaciones de ayuda. Y por no hacerlo, impedidos por una especie de pseudorrespeto, se autolimitan en la capacidad de acompañar en procesos de sanación interior, se reprimen la responsabilidad ética de confrontar, pierden oportunidades que pueden ser únicas.

En este grupo, o detrás de esta actitud, encontramos especialmente personas que se manejan con mucha dificultad en el afrontamiento del tema personalizado de la sexualidad, de la relación con miembros concretos de la familia, de la misma muerte. Parecerían que serían éstos temas reservados a la iniciativa exclusiva del mismo ayudado que, en el momento oportuno, podría decidir narrar y, cuanto más superficialmente mejor.

A veces, el ayudado pone a prueba al ayudante para ver con qué claridad, explicitación, sencillez y naturalidad puede caminar narrando dificultades que tienen que ver con estos ámbitos de la vida personal. Y se manejará con confianza o no en función de cómo vea la reacción del ayudante.

Intuyo detrás de esta tendencia a huir de estos temas una incompetencia emocional por parte del ayudante. Puede que un miedo a que la vulnerabilidad ajena le haga de espejo y presente y recuerde la propia; en ocasiones evoque las propias sombras, en términos de C. Jung, y dificulte la paz de quien tiene en su interior cuestiones por resolver. En el fondo, quien tiene miedo a entrar en los oscuros  senderos de la intimidad ajena, se tiene miedo a sí mismo.

Libertad y naturalidad

Seguro que la naturalidad en la relación, la sencillez en el modo de afrontar los temas más delicados, la libertad y la responsabilidad son claves para acompañar en el manejo de dificultades.

Evitar el extremo del voigeurismo significa no utilizar el sufrimiento ajeno para autoafirmarse, no generar dependencia ni necesidad donde es posible la autonomía, no traficar con la pequeñez humana, respetar la dignidad de toda criatura en cualquier situación en que se encuentre, manejar la transferencia y no provocar la contratransferencia patológica. Sin duda, se requiere mucho silencio interior para no ser banales y fáciles en recrearse en la narración de historias de dolor, sufrimiento y muertes.

Evitar el extremo al que podría llevar el exceso de pudor y miedo a la intimidad ajena significa hacer un camino consigo mismo de integración de los propios sentimientos, de trabajo sobre la propia vulnerabilidad, de integración del miedo a herir, de promoción de un respeto y admiración sagrada por cuanto hay en el corazón humano. Significa familiarizarse con caminar por valles oscuros, por el borde de precipicios, con la serenidad de quien sabe que son senderos naturales, transitados secretamente por todo ser humano, comunes a los mortales y, por tanto, más familiares de cuanto pudieran parecer.

Ayudar a quien presenta su intimidad requiere familiaridad con la propia intimidad, equilibrio personal y la madurez necesaria para superar los impulsos morbosos que podrían desproteger más de lo necesario al ayudado, y, en el otro extremo, para superar los pudores que pudieran dejarle sin una compañía allá en lo íntimo, abandonado a la soledad emocional y sin confrontación posible.

 

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