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Como prevenir el SIDA

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2001

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Hace poco he tenido la oportunidad de asistir a una Consulta Teológica sobre el Sida para América Latina y el Caribe, en la que participaban dos representantes de cada uno de los países de esta zona. En el encuentro he experimentado indignación, tristeza, impotencia y también esperanza por la salud que he percibido en el planteamiento realizado.

Los numerosos pronunciamientos de instancias con autoridad en el ámbito religioso y moral contienen distintas reflexiones sobre el complejo fenómeno del Sida. No ha faltado quien ha dicho que en ninguna otra parte –fuera de la Iglesia- hemos encontrado tanto material de reflexión y estudio sobre el valor y la consideración de las personas que viven con el VIH/Sida y de las de su entorno familiar o de amistad, y sobre el papel de todas las personas que integran la sociedad.

La cruda realidad

Afortunadamente parece que cada vez más, en todos los ámbitos el Sida, se está presentando como hubo de haberse hecho mucho antes: más centrada la reflexión y las líneas de acción en la lucha contra la pobreza que en cualquier otra cosa.

El mismo Juan Pablo II, en el mensaje enviado al Secretario General de la ONU con ocasión de la Sesión especial de la Asamblea General sobre el Sida celebrada en junio de 2001, señala su preocupación por dos problemas: la transmisión del Sida de la madre al niño y la dificultad del acceso de los enfermos a los tratamientos médicos.

Asimismo, en la intervención de Mons. Lozano Barragán en dicha Asamblea, recordó que “la Iglesia ha enseñado consistentemente que hay una “hipoteca social” sobre toda propiedad privada y que este concepto hay que aplicarlo a la “propiedad intelectual”. La sola ley de la ganancia no puede ser aplicada a lo que es esencial en la lucha contra el hambre, la enfermedad y la pobreza”. Se refería, como es sabido, a las patentes sobre los medicamentos que se utilizan en este momento.

Dos afirmaciones éstas que hablan de prevención y de terapia para los afectados, en clave de justicia social y pensando, a buen seguro, especialmente en los países de Africa.

Basta constatar que en Europa la cifra de enfermos ronda el medio millón en relación con los más de 25 millones en Africa sub-sahariana. Los datos, ciertamente, cantan. Hablan, cantan, gritan, diría yo. Los datos están gritando que los enfermos son los pobres, que el virus se ha difundido entre los pobres especialmente, que a las numerosas pobrezas que se dan cita en el continente africano, se añade la inmensa cantidad de personas afectadas y la tremenda dificultad de acceder a los recursos que pudieran contribuir a que el Sida se parezca a lo que es en Europa: más una enfermedad crónica que mortal.

Y, en todo caso, también en Europa el perfil de muchos de los infectados muestra que el intinerario entre pobreza/exclusión social y VIH es bidireccional.

La polémica sobre la prevención

No es de extrañar que en torno a la prevención se haya producido, con frecuencia, polémica y reacciones procedentes de diferentes ámbitos. No es de extrañar porque es, realmente, el camino más importante de lucha contra las consecuencias del VIH ante la falta de una terapia eficaz.

La polémica se ha vivido y se vive, especialmente cuando nos centramos en las cuestiones relativas al principio de responsabilidad en las conductas individuales, particularmente en las conductas sexuales y en el consumo de drogas por vía intravenosa, centrados, pues, en el principio de autonomía.

Sin embargo, a mi juicio, la prevención del VIH es realmente compleja y pasa, sobre todo, por cuanto tiene que ver con el principio de responsabilidad cuando éste comporta trabajar centrados en la justicia.

En este sentido, la prevención pasaría necesariamente por lo siguiente:

por la educación a la solidaridad de toda la humanidad y al deber de distribuir de manera justa los bienes, puesto que los infectados son fundamentalmente los pobres; por la promoción del principio de corresponsabilidad referido a todos los seres de la tierra, actuales y virtuales, con miras, pues, no centradas sólo en nuestro país y en el hoy; por el reconocimiento de la dignidad de toda persona y el compromiso por el respeto de la misma por el hecho de pertenecer a la comunidad de la fragilidad; por la inversión en la ayuda a los niños y a los jóvenes en el crecimiento y maduración personal en climas de equilibrio afectivo que fomenten la libertad y la responsabilidad, puesto que muchas conductas de los jóvenes y adultos tienen raíces en carencias afectivas en los procesos de crecimiento; por la apuesta por una concepción de las relaciones interpersonales donde el respeto recíproco, particularmente el respeto de la diferencia, sea reflejo de la virtud de la castidad, donde la autonomía y la interdependencia se interpreten siempre vinculadas; por el compromiso por construir una Iglesia que testimonie la igualdad entre hombre y mujer como propuesta ejemplar que confronte a las culturas que no viven tal dimensión, pues la mujer es particularmente vulnerable ante el VIH; por la contribución a la humanización de la sexualidad como dimensión humana esencial que ha de integrar armoniosamente la belleza y bondad de la relación entre pasión erótica, intimidad emocional y compromiso interpersonal; por la educación en el valor de la libertad como don y conquista, y por la evitación del consumo de sustancias que anulan la posibilidad de ejercer tal libertad con responsabilidad; por el reclamo de la necesidad de preservar de la infección al prójimo respetando su dignidad y viviendo las relaciones interpersonales como expresión del amor, de la ternura y de la densidad del significado del encuentro. La responsabilidad de la Iglesia en la prevención

Como cualquier colectivo capaz de promover salud y valores, la Iglesia tiene una responsabilidad ante el reto de la prevención del Sida.

Los ámbitos en los que la Iglesia ha de contribuir a la prevención entiendo que han de ser aquellos en los que tiene posibilidad de incidir en la educación.

Particularmente percibo el reto de introducir en la praxis interna de la Iglesia las modificaciones necesarias para promover la igualdad hombre-mujer, el compromiso de los presbíteros de colaborar mediante la predicación a la generación de sensibilidad y conciencia de responsabilidad y de justicia, promover en la catequesis una buena educación en valores en el ámbito de las relaciones, de los afectos y de la sexualidad. Homilías y catequesis que hagan referencia al Sida y sus implicaciones, serán signo de compromiso efectivo por generar cultura en sintonía con los valores del Evangelio.

En el acompañamiento a los enfermos de Sida (quizás especialmente en el acompañamiento pastoral), con frecuencia es necesario acompañar a los afectados afrontando el tema de la sexualidad. No es raro que aparezca la palabra castidad, muy usada por el Magisterio al proponer un valor para prevenir la infección por VIH. Ahora nos encontramos ante la necesidad de aclarar el concepto porque, con frecuencia, la palabra castidad se confunde en el argot común con la de continencia.

Continencia –que deriva del latín continere- significa contener, controlar con dominio, indica el estado de una persona que controla las propias pulsiones sexuales. La castidad no se confunde con la continencia. En realidad, puede suceder, como afirma el moralista católico Thévenot que una persona sea continente (es decir, que se abstenga de todo placer genital orgiástico voluntariamente) y no sea casta.

La castidad indica la disposición interior que lleva a una persona a vivir la propia sexualidad de manera liberadora y respetuosa para sí y para los demás. El término castidad, por tanto, no indica la voluntad de superar o negar la realidad sexual, sino el deseo de vivir las pulsiones sexuales de las que toda persona está impregnada. Ser casto, por tanto, no significa esforzarse por intentar evitar la sexualidad, sino esforzarse por aceptarla de manera inteligente, cualquiera que sea el estado de vida en el que se encuentra y cualquiera que sea el equilibrio humano que se consigue realizar. Por otra parte, el fin último de este control de la sexualidad es eminentemente positivo: una mayor libertad y responsabilidad.

El mundo está conquistando, a mi juicio, la dimensión gozosa y placentera del erotismo y de la sexualidad, pero no siempre encuentra referentes valóricos válidos que le ayuden a vivir con libertad y responsabilidad esta dimensión tan importante de la vida de la persona. Bien puede contribuir a ello la Iglesia de Jesús, que vino a “traer vida, y vida en abundancia”. Y lo podría hacer impregnando su reflexión de la inteligencia del cuerpo, de la inteligencia intelectiva, de la intenligencia emocional y de la inteligencia moral. El equilibrio armónico entre ellas, seguro que más que ser represivo, es liberador y gozoso.

Asimismo, en muchos rincones del mundo está surgiendo un renovado sentimiento de solidaridad. Bien puede contribuir a ello la Iglesia, trabajando por la justicia, situándose especialmente del lado de los excluídos y promoviendo su integración y la liberación de los mecanismos opresores. La Iglesia, sí, que tiene el compromiso de estar siempre atenta a las necesidades más urgentes de cada momento de la historia y se define a sí misma como experta en humanidad. Y digamos sin hesitación alguna que la pobreza tiene muchos rostros; no es sólo material, sino también afectiva, valórica, cultural…

Sin lugar a duda, comprometerse personal e institucionalmente por promover una sana vivencia de la sexualidad y una lucha contra la exclusión, la marginación y la pobreza, es la vía privilegiada de prevención del VIH. La escucha de la realidad, a la primera a la que debemos una cierta obediencia y fidelidad, creo que nos llama por aquí.

 

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