Año publicación: 2000
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Mientras me dispongo a escribir estas líneas ha sonado el teléfono. Tan sólo hace una hora Juli y Filu acaban de tener una preciosa niña, esperada, querida, en un hermoso hospital de la ciudad. Y estaba yo en ese momento evocando aquella imagen del niño de siete días al que fui a acariciar y encontré muerto por un tétanos perinatal, en un cutre hospital africano. Yacía, cual bebé domidito, al lado de su madre y de otra niña, agónica, en manos del único enfermero del hospital, ebrio, que le intentaba transfundir sangre recién sacada de su madre, con claro aspecto de enferma de sida, naturalmente sin haberla analizado.
La rabia con la que llevo conviviendo desde que, siempre por motivos docentes, he visitado unos cuantos hospitales africanos, ha quedado contarrestada al saber ahora del nacimiento de Marta, que con tanta expectación esperábamos. Pero la sensación de que el mundo no puede continuar así, no puedo quitármela de encima.
No hay por dónde cogerloDespués de volver de Africa, he estado en Roma, en un congreso sobre Sida, donde una vez más se ha puesto en evidencia que el drama de esta pandemia está relacionado con la pobreza. Son 23 millones de afectados por el VIH en Africa, 2 millones de niños huérfanos por la muerte de padres fallecidos por sida. Se dice pronto.
Y en este último viaje, leí un artículo sobre “El mundo de los viajes”. En él se decía: “Ver, pisar, oír, oler, son cuatro palabras clave del mundo de los viajes. Cada sitio tiene sus propias cerraduras respecto a los sentidos, y cada viajero posee unas llaves propias, personales e intransferibles, para abrirlas. Cuando las utiliza bien, el viaje es fantástico. (…) No hay una sola Venecia, conozco seis o siete Parises. Nueva York casi nunca tiene nada que ver con lo que era la anterior vez que fui. (…) Sólo tiene sentido alejarse de casa y de nuestra gente habitual si después de mover las maletas nuestra sensibilidad encuentra en otro sitio, y con diferentes personas, un premio agradable”.
El prestigioso autor de este artículo, director de un periódico español, creo que hace lo que hacemos todos los acomodados: ignorar la otra cara, la más grande, de este extraño mundo que no hay por dónde cogerlo. Ignora los países, ciudades y poblados donde no viajan los turistas y donde también se puede ver, pisar, oír y oler, y experimentar vergüenza y repugnancia.
Así de sencillo: no es justo que las diferencias entre unos y otros sean tan abismales. No es justo que derrochemos recursos mientras son la mayoría en la tierra los que no tienen aquello que para nosotros es tan obvio como el agua, la luz, los alimentos, las medicinas, la cultura… No es justo. No hay por dónde cogerlo. Ya sé que es muy complejo. También yo me he asomado a la complejidad, pero en todo caso, no es justo.
He visto algunos hospitales y leproserías sin luz, sin medicinas, sin profesionales; algunos centros para ancianos peores que la mayoría de las cuadras de nuestro país; la alimentación de los niños tan escasa que produce un buen número de enfermos y defunciones prematuras; he visto escuelas sin ningún tipo de recursos; he notado mucha dificultad a mantener la mirada fija en el rostro de un blanco, como si de un esclavo se tratara, lleno de miedo a mirar al rey y señor. Y he sentido vergüenza.
He visto el injerto de irracionalidad que hemos introducido en este pequeño globo donde tanto espacio hay para el absurdo, para la tragedia y la farsa.
He visto lo que ya sabía, lo que todos los lectores saben, pero he sentido, con más fuerza que nunca, vergüenza, mucha vergüenza.
La otra caraLa otra cara es el buen número de personas que generosamente están ayudando a construir pozos, a generar cultura, a compensar la escasez de alimentos, a importar medicinas, a sostener estructuras de salud, a implementar programas de prevención… Y aquí he sentido creíble a la Iglesia, cosa que no siempre me resulta fácil. Sobre todo son religiosos y seglares (y algún sacerdote) los que entregan su vida para paliar la tremenda injusticia. Se gastan su tiempo, arriesgan su salud, renuncian a la proximidad de los suyos, elevan con su vida, un canto a la esperanza.
Sin embargo, he notado también en ciertos estilos de ayuda, un peligroso paternalismo que suena a colonialismo sutil, que corre el riesgo de generar dependencia y promover poco los recursos de las personas nativas. La frecuente falta de confianza en los recursos del ayudado en los procesos de relación de ayuda, promueve la enfermedad de la dependencia crónica y mantiene pobres a los pobres.
Por eso, para que la ayuda a personas que están inmersas en el fango y en los desechos de los pocos que nos repartimos la mayoría de la riqueza, además de incidir sobre la macro-economía, el mercado y la política internacional, ha de basarse en estilos relacionales que promuevan al máximo los recursos de los destinatarios.
Y los primeros recursos que una persona tiene son los internos. Educar a la autoestima, a la asertividad, a la confianza en sí mismo, constituyen retos para quienes, a pie de obra, están con los empobrecidos y excluidos.
Una intervención integralComparto con García Roca, estudioso de los procesos de exclusión y marginación, la hipótesis de que la exclusión es el resultado de tres procesos sociales con sus propias lógicas, la confluencia de tres desgarros con sus respectivas tramas.
El primer vector está formado por elementos estructurales; se refiere a la dimensión económica de la exclusión: vivienda, trabajo, escasos o nulos recursos económicos; la exclusión es una cualidad del sistema que excluye a una parte de la población de las oportunidades económicas y sociales.
El segundo vector está constituido por elementos contextuales que se refieren a la dimensión social de la exclusión; tiene que ver con el mundo relacional de la persona, con la inexistencia o fragilidad de relaciones sanas de apoyo, con la falta de puntos de referencia que puedan servir de soporte, con la debilidad de los servicios de proximidad o redes próximas de apoyo. Esta vulnerabilidad es una cualidad del contexto.
El tercer vector viene dado por la precariedad en cuanto cualidad del sujeto, compuesta por los elementos más subjetivos y personales de la marginación, a la que García Roca llama “precariedad cultural”, y que está caracterizada por la ruptura de algunas comunicaciones, por la debilidad de las expectativas, el desánimo y el debilitamiento de la confianza, la identidad y la autoestima. El proceso de exclusión y marginación es causa y consecuencia también de un deterioro en la persona, en la capacidad de hacer una lectura objetiva de la realidad que le rodea y de poner en marcha mecanismos propios que le ayuden a salir de ella.
La relación de ayuda contribuye a incidir sobre el segundo y tercer vector y constituye un estilo sano para los que intentan ayudar en medio de situaciones de extrema precariedad.
Por eso, no basta con dar de comer, sino que es necesario enseñar a pescar. Pero para aprender a pescar, con frecuencia hay que ayudar a creer en las propias capacidades de aprender, crecer y luchar contra la miseria y la injusticia. Dejarse explotar por otros es también un riesgo si los otros van dando migajas que acontentan a los que, por no ayudarles a recuperar su dignidad de personas, ni siquiera tendrán conocimiento y valor para denunciar y gritar, porque los habremos dejado hasta sin voz.
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