Explicar el sufrimiento, asignarle un sentido, no siempre es posible. No siempre es conveniente. A veces hay complicidad con él al atribuirle un valor en sí, mirándole como un regalo divino con el que llevar una vida privada, vulnerada, quizás vulnerabilizada o elegida con poca salud mental.
El camino de humanización ante el sufrimiento es provocar los encuentros individuales y las estructuras suficientes para que se pueda dar cuenta de él haciendo justicia a los heridos, abriéndoles espacios de expresión sin caer en des-apropiación de la experiencia dolorosa, sin que sirvan estos par otro fin distinto al que generó la voluntad de expresarlo: comprender, compartir, buscar justicia en forma de reparación o reconocimiento, construir una memoria individual o colectiva de lo sucedido.
El sufrimiento convertido en un objeto opaco estancado en el corazón de quien lo sufre o en un silencio en cementerio sin mejoría, es más cruel. La alternativa, entre silencio o la perspectiva testimonial, es la opción del protagonista pero, en todo caso, parece bueno que haya alguien que “pueda dar cuenta del sufrimiento” y hacer todo lo posible por eliminarlo o aliviarlo, además de aprender de él y hacerle útil.
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