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Ardía el corazón

El poder de la palabra es sencillamente impresionante. Nos ayudó la mitología griega para darnos cuenta de la mano de Pehithó, que se ha traducido vaga e impropiamente por “persuasión”. Pehithó es retórica, erótica, filosofía, poética, política. Pertenece a reyes, amantes, a los que cuentan relatos y quieren mantener la atención de su público.

Los antiguos griegos sienten y observan que hablar bien es, a la vez, saber y poder, hasta el punto que el “bienhablante” es equiparable a ser un hombre con poderes mágicos. De ahí que Pehithó –la persuasión- fue acompañante de Eros en su sentido de eficacia psicológica y social de la palabra. Se considera a la palabra como antítesis de Aranke, la fuerza.

Ciertamente, la palabra es una realidad viva y poderosa, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Puede penetrar hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta la médula de los huesos, y juzgar los pensamientos y las intenciones del corazón. (Heb 4,2). Con la palabra se puede enseñar, reprender, corregir… para hacer buenas obras (2 Tim 4, 16-17). Pero también se puede traicionar con la palabra, chismorrear con la palabra, humillar con la palabra, dividir con la palabra…

Para que la palabra dé fruto, no hay que contentarse solo con purificar la motivación de quien la usa, pronunciarla en el momento adecuado, dar con la más oportuna para aliviar, engrasar, confrontar… sino también hay que escucharla, acariciarla con respeto. A la palabra hay que acogerla con disposición a dejar que se haga fecunda. Cuando se acoge, si el que habla lo hace con el corazón en los labios, arde nuestro corazón.

 

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